_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La lucha contra el fraude beneficia al consumidor

España tiene una de las mayores economías sumergidas europeas que, según reflejan diversas estimaciones, se situaría entre el 19% al 25% de nuestro PIB. Existe un amplio consenso en la necesidad de reducirla porque, como constan Schneider y Enste en diversos trabajos (el último publicado este año por el FMI tras su primera versión del año 2000, Shadows Economies Around the World), se demuestra una elevada correlación entre la economía sumergida y el menor desarrollo. Pero el consenso sobre la necesidad de reducir la economía oculta choca muchas veces contra incomprensibles resistencias de los agentes sociales, especialmente de los consumidores y las pymes, pese a que la evidencia demuestra que serían los colectivos más beneficiados. Entre otras razones, porque una economía más transparente fomenta el crecimiento, el desarrollo sostenible y el empleo y reduce las prácticas restrictivas de la competencia. Y porque las medidas que se suelen tomar para intentar atajarla, particularmente las de subidas de impuestos, se vuelven especialmente contra estos colectivos.

Pero la economía sumergida también provoca otro efecto que nos acaba perjudicando a todos: la proliferación del dinero negro. Schneider y Enste muestran en su estudio de 27 países europeos una alta correlación positiva entre la economía sumergida y los pagos mediante efectivo, correlación que se transforma en negativa cuando se calcula con respecto a los pagos electrónicos. Ello es así porque el dinero electrónico es más transparente (siempre deja rastro), más cómodo, seguro e innovador y, además, mucho más barato que el efectivo. Por ello, la racionalidad económica y política exige fomentar el uso de la tarjeta como medio de pago, teniendo en cuenta sus costes y externalidades. Es interesante observar que en España los pagos en efectivo alcanzan el 83% del total, frente al 72% de la media europea o el 60% en EE UU.

Como consecuencia de la crisis financiera la economía sumergida ha aumentado en casi todos los países desarrollados, que han tenido que tomar medidas para atajarla. Entre ellos, destaca la reciente aprobación en España de la llamada Ley Antifraude, que entró en vigor el pasado 31 de octubre y que ha sido calificada por el Ministerio de Hacienda como "la ley antifraude más ambiciosa de la democracia". Entre otras medidas, limita a 2.500 euros el pago en efectivo en operaciones donde participen empresarios o profesionales y perdona la sanción al contribuyente que denuncie. De ahí podemos deducir que reducir la cuota de uso del dinero en efectivo acabará fomentando el crecimiento del PIB y del empleo, tanto por la vía de los ahorros públicos (más ingresos fiscales, menos gasto en prestaciones, más eficiencia y transparencia, etc.) como por la de los ahorros privados, facilitando la generación de renta disponible para el consumo y la inversión. Pese a ello, la Comisión Europea invoca actualmente las normas de la competencia para intentar reducir en los pagos con tarjeta en operaciones transfronterizas las denominadas tasas de intercambio (lo que pagan los bancos emisores de tarjetas a los bancos adquirentes en las transacciones internacionales de bienes o servicios). Con ello la Comisión calcula que este efecto se acabará trasladando a las transacciones nacionales, con lo que se reducirán también las tasas de intercambio domésticas, y ello generará beneficios teóricos de reducción de costes sobre el conjunto del sistema y sobre el consumidor final. Pero la realidad es que las experiencias de reducciones obligadas previas, en países tan diversos como Australia, España o EE UU, han evidenciado que la disminución de uno de los costes de uso de las tarjetas acaba encareciendo los otros costes, como por ejemplo las comisiones cobradas a los usuarios de las tarjetas (el consumidor final) por su emisión y mantenimiento o los alquileres cobrados a los comerciantes por los TPVs. Por tanto, se acaban compensando los efectos de bajada con los de aumento de otros costes y, al final, no se constata el beneficio para el conjunto del sistema por ningún sitio y, particularmente, para los consumidores. Por otra parte, el desequilibrio inducido tiende a frenar el uso de tarjetas como medio de pago y, por tanto, a debilitar la lucha contra el dinero negro y la economía sumergida. Así que, al final, este intento de la CE puede acabar yendo tanto en contra de los tratados europeos y de sus normas de competencia como contra las últimas medidas del Gobierno, tan importantes para aflorar rentas ocultas y en la lucha contra el fraude fiscal.

Pascual Fernández. Director del Centro de Estudios Economía de Madrid de la URJC

Archivado En

_
_