Todo tarde, todo mal y todo nunca
Ha tenido que decirlo en su boletín el Banco Central Europeo para que algunos hayan caído en la cuenta de que la gestión de la crisis económica en España se ha hecho tarde, se ha hecho mal y, en algunas de sus vertientes, ni siquiera se ha hecho. Tarde, mal y nunca, como dicta la desgraciada tradición española de los asuntos públicos, como a lo largo de la historia contemporánea nos han recordado Jovellanos, Rómulo Gallegos o Larra. Como si pudiésemos refugiarnos en nuestra propia geografía con nuestras peregrinas soluciones como en el pasado, como si pudiésemos permitirnos que inventen ellos o que innoven ellos, España ha sido el mejor ejemplo de lo que no se puede hacer en un mundo con libertad absoluta de movimientos de capitales, de tecnología, de personas, y con una economía obligada a la disciplina.
Seguramente el ciclón de la crisis no habría reparado en diques en ningún país del mundo, y en uno con una economía desequilibrada como la española sirve de poco la resistencia. El elevadísimo endeudamiento y el sesgo descomunal de la actividad hacia una tarea tan intensiva en capital y mano de obra, pero con tan poco recorrido productivo como la construcción inmobiliaria, no habrían evitado la avalancha de desempleados que ha desatado España. Pero los expertos ya advirtieron que había atenuantes, y que estaban en una reforma del mercado de trabajo que hubiese suavizado la devastadora sangría de empleo. España ha hecho siempre el ajuste laboral por cantidad porque no ha querido hacerlo por precio, o porque no disponía de los elementos para hacerlo. Se destruía empleo, pero se conservaban elevados niveles salariales en actividades muertas o heridas de muerte. La resistencia sindical impedía flexibilizar un mercado que debía europeizarse, acoplarse a los mecanismos de ajuste más dinámicos para que las empresas y sus plantillas pudiesen competir con sus iguales.
El BCE, ese inagotable emisor de ideología liberal que acapara las críticas más feroces, ha tenido que venir a recordarnos que aquí se ha tardado tres años en hacer la reforma laboral, y que ahora no queda otro remedio que abaratar costes, abaratar salarios, para poder recomponer la competitividad derrochada en doce años de vino y rosas. Ese BCE al que ahora se apela con urgencia para que compre la deuda que emite el Tesoro a cambio de nada, nos recuerda que sin una devaluación interna muy intensa es imposible volver al punto de partida.
Tarde, mal y nunca también en la banca. No hay ni un país que se recuerde en la historiografía económica en el que con un boom inmobiliario descomunal haya resistido su sistema financiero. Es de libro: a la desmesura inmobiliaria sigue el desplome de los bancos. Pero España ha pasado cuatro años diciendo que aquí no iba a ser igual, que teníamos el sistema financiero mejor gestionado, mejor supervisado y mejor articulado de Europa. Y resultó que la mezcla explosiva de políticos y financieros que se encamaron en las cajas de ahorros ha estado a punto de llevarse a todo el sistema financiero por delante, y este al mismísimo país. Tres años largos más tarde que Irlanda estamos construyendo el banco malo, mientras las entidades siguen engordando sus balances con activos inmobiliarios fallidos. Eso sí, ni un crédito a nadie, porque en España, dicen, ha desaparecido la demanda solvente y la financiación mayorista está cerrada.
Vive España ahora de lleno las consecuencias de haber hecho tarde, mal o nunca sus deberes. El país ha perdido credibilidad y confianza en los mercados y entre los socios europeos, que han observado cómo se ha ocultado la situación de las cuentas públicas y cómo han sido incapaces los gobernantes de reducir los gastos para cuadrar el objetivo de déficit al menos una vez. No queda mucho tiempo. España debe restablecer su prestigio y acelerar las reformas que faltan, y a ser posible debe hacerlo con firmeza y con consenso. Energía, justicia, Administración pública, educación: pronto, bien y ahora.