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Columna
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'Capitanitis' aguda

Uno de los aspectos de la actual crisis que más parece desconcertar a la opinión pública es la aparente incapacidad de quienes mandan para atajarla por decreto-ley. Este desconcierto ignora la extrema complejidad de la economía de mercado.

Llegaba del paraíso comunista: Gulag y productos caros, escasos y de pésima calidad. Un lugar en el que un ciudadano debía esperar varios años para que le entregaran un coche defectuoso y donde unos pantalones vaqueros -soviéticos y también defectuosos, por supuesto- podían costar el salario de un mes. La abundancia norteamericana le asombró. Preguntó a sus anfitriones quién decidía qué y cuánto debía llegar cada día a las estanterías. El burócrata no salía de su asombro cuando le dijeron que nadie decidía tal cosa. En una economía de mercado, le dijeron, los productores toman esa decisión y llevan a las tiendas la cantidad que esperan les van a comprar. Y los ciudadanos se presentan en el comercio, compran y asunto concluido. Nadie ordena nada y nadie tiene que avisar por adelantado.

Imaginen que tuvieran que fabricar ustedes mismos, y comenzando desde cero, uno de los artículos que utilizan cada día. Una tostadora barata, por ejemplo. Un artista británico, Thomas Thwaites, lo intentó. Le costó, y eso que hizo algunas trampas -por ejemplo, no encontró la manera de hacer un agujero del que manara petróleo-, muchos meses de su vida, y 2.000 libras, fabricar una tostadora casera. Tostadora entre comillas, dado que incineraba el pan y dado que ponerla en marcha era más peligroso que pasear a medianoche por Karachi con una camiseta de Sarah Palin. Thwaites hubiera podido comprar una tostadora nueva por el equivalente a un par de horas de salario mínimo. Esa era su moraleja.

Piensen en las miles de personas involucradas en las distintas etapas de la fabricación de la tostadora. En decenas de países distintos. Y multiplíquenlo por el billón (millón de millones) de referencias que, de acuerdo a algunos autores, conforman la economía para el ciudadano de un país avanzado. Si esta cifra les parece exagerada, echen un vistazo a su alrededor la próxima vez que vayan a un hipermercado, o cuenten el número de comercios existentes en Madrid. Por el contrario, la economía de una tribu de cazadores recolectores está constituida, en el mejor de los casos, por unos pocos cientos de referencias.

Nadie está al volante de la economía de mercado. Miles de millones de personas que toman decenas de miles de millones de decisiones. Cada día y sin que nadie esté al mando. Por eso los teóricos de la conspiración están tan equivocados. El destino económico del mundo no se decide en cónclaves a los que asisten señores orondos que fuman puros. Eso ya se intentó. El experimentó se llamó economía de planificación centralizada. O comunismo. Salió fatal. Al igual que salió fatal el intento del Gobierno de Salvador Allende para que supercomputadores dirigieran y ordenaran los destinos económicos de Chile. O al igual, ya puestos, que los algoritmos de los traders solo funcionan, en el mejor de los casos, temporalmente.

En economía somos presa de una mutación de lo que quienes se dedican a la psicología económica han denominado ilusión de control. Tendemos a sobreestimar la influencia de terceros sobre circunstancias que escapan absolutamente a su control. En The Psychology of Persuasion, Robert B. Cialdini describía un fenómeno denominado capitanitis y relacionado con el anterior. Fue así bautizado tras constatar que numerosos accidentes aéreos se producían como consecuencia de la incapacidad de la tripulación de corregir al capitán cuando este tomaba una decisión evidentemente errónea que acababa en desastre.

Reverencia al líder. Nuestra capitanitis económica tiene su origen en la extendida creencia de que la economía es como un juego de PlayStation en el que basta con que el capitán apriete los botones en la secuencia correcta. Por supuesto, los programas electorales no ayudan curar la patología.

Deberíamos pedirles a nuestros capitanes que nos traten como adultos, que nos hagan ver la complejidad de lo que pasa y que nos confiesen que lo mejor que podemos esperar de ellos es que no rompan nada y que ayuden a construir instituciones inclusivas que generen incentivos al crecimiento. No podemos culparles por no arreglar lo que pasa. Sí por no explicarnos por qué no pueden hacerlo.

Ramón Pueyo. Economista

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