Europa no es América
A lo largo de más de cuatro décadas de residencia en EE UU he detectado la persistente instalación de modos políticos y, sobre todo, sociales americanos en territorio europeo, especialmente el español. Todavía recuerdo cómo, no hace mucho, se me cuestionaba la predicción de que la prohibición de fumar en lugares públicos, los impuestos implacables, las primarias electorales, entre otras curiosidades de EE UU, llegaran a España. Tardaron, pero luego de la música pop y el cine de Hollywood, otros perfiles americanos establecieron cabeza de playa y se quedaron. Incluso se percibía la transformación de la política hacia un presidencialismo muy a lo Kennedy o Nixon, según se mire. Se temía recientemente el surgimiento del populismo que en los años 20 llevaron a la catástrofe europea. Mucho parece haberse quedado en camino. Europa no es América.
Esta apreciación ha quedado demostrada por el ambiente y los resultados de las elecciones legislativas en Grecia y Francia, en diferentes modalidades de segunda vuelta. Por una parte, es evidente la supervivencia de la variedad europea en las inclinaciones de elegir a los líderes. Nada más lejos del opresor bipartidismo que parecía instalado en algunos de los países europeos que precisamente ahora son protagonistas o víctimas de la crisis. Aunque hay una alternancia clásica en algunos países (Reino Unido, España, Francia, Portugal), lo cierto es que para gobernar se necesitan socios secundarios, cuando no coaliciones insólitas.
Esta dimensión ha sido espectacularmente dramatizada por el nuevo reto griego para formar Gobierno, a la vista del triunfo parcial de los conservadores de Nueva Democracia, de la derrota histórica de los socialistas del veterano Pasok y del avance insuficiente de la extrema izquierda de Syriza, dirigida por el carismático Alexis Tsipras. El resultado es que la coalición por la que apuestan tanto una mayoría de griegos como en el resto del continente es la formada por conservadores (ayudados por los 50 escaños de propina que les da el sistema electoral), que hace pocas semanas se oponían a las medidas de austeridad, y los socialdemócratas, cuya única alternativa era retirarse a los cuarteles de invierno. Lo más escandaloso de este favoritismo por esta coalición de Gobierno es que la evidencia histórica demuestra que esos dos partidos han sido los culpables principales de la crisis, de las fraudulentas declaraciones sobre el estado de su economía y la corrupción generalizada en la que Grecia se ha sentido comodísima durante décadas.
Si giramos la mirada hacia Francia, la peculiaridad de las elecciones legislativas, a renglón seguido de las presidenciales, es el masivo acopio de poder del resucitado Partido Socialista, por el que nadie apostaba luego de los escándalos de su anteriormente candidato virtual Dominique Strauss-Kahn, que se autodestruyó por sus frivolidades sexuales, nunca convenientemente aclaradas. Si Hollande había llegado a dirigir el partido tras haber superado a varios contendientes, entre ellos su excompañera Ségolène Royal, pocos apostaban por su triunfo, que llegó gracias a las estridencias de Sarkozy y el magistral uso de la oposición a Merkel. Hollande logró el triunfo porque Francia es una sociedad básicamente conservadora de izquierdas, celosa en su mayoría de protegerse con las conquistas del Estado de bienestar y la sacralidad del Estado. Lo contrario de los norteamericanos, cuyo ideal es un Estado disminuido.
El triunfo presidencial fue el trampolín del doblete electoral, con la conquista de la Asamblea Nacional, en parte por las carambolas del sistema de jurisdicción mayoritaria, por la que solamente los mejor colocados pasan a una segunda vuelta, que sí se parece a la americana costumbre. Curiosamente, ese sistema ha sido la razón de la insólita derrota de dos damas emblemáticas en los últimos tiempos de la política francesa. Una es Marine Le Pen, la sucesora de su temible padre en la derecha racista. La otra es precisamente la excompañera de Hollande, Ségolène. La ahora primera dama francesa, Valérie Trierweiler, se lanzó a tumba abierta con un mensaje digital de apoyo al opositor de Royal, el tránsfuga Olivier Falorni, en el escaño de La Rochelle, que le hubiera garantizado nada menos que la presidencia de la Asamblea, la joya de la corona para cualquier político francés. Se ignoran las consecuencias futuras de este episodio, pero a la vista de la curiosidad social de la política con respecto a las relaciones personales, nada tendría de sorprendente que todo siguiera igual, en contraste con las costumbres norteamericanas, donde incidentes como este generarían un vuelco político.
Finalmente, el sector más derrotado de estos ejercicios ha sido el sentimiento antieuro y contrario a la unidad europea. No solamente la moneda común está saliendo reforzada, sino que la atención hacia estos dos comicios ha sido no solo continental, sino que ha rebasado los confines de la Unión Europea. Se ha hablado más de Europa que de Grecia y Francia. Por primera vez se ha especulado en clave electoral sobre Europa y de la Unión Europea. Y eso es bueno para todos, incluso para Estados Unidos.
Joaquín Roy. Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami