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Tribuna
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Breviario de no sé qué

Mi amiga María, que vive en Madrid y es una apasionada usuaria del transporte público, me contaba que en uno de los muchos autobuses urbanos que hacen el trayecto al centro de la ciudad escuchó sin querer una conversación entre dos jóvenes estudiantes universitarios. Uno de ellos, de visita por vez primera en la capital, atendía las entusiasmadas explicaciones de su compañero madrileño acerca de los monumentos que se podían contemplar al paso del autobús: el estadio del Real Madrid, la bandera de la plaza de Colón, la Cibeles (cuando se celebran éxitos deportivos) y el edificio del nuevo ayuntamiento. Perdón, que se me olvidaba: también el Banco de España, "donde está la pasta". Curiosamente, en el tour se le olvidó mencionar la Biblioteca Nacional, el Museo del Prado o el Thyssen, probablemente porque nunca estuvo en ellos, y a lo mejor porque, aun sabiendo lo que en las hermosas sedes de esas instituciones se atesora, para el joven guía aficionado la importancia pasa por el éxito, la fama y el dinero, y no está en lo que llamamos conocimiento y cultura. Seguramente no lo estará nunca, y esa es la triste realidad.

Aunque la anécdota no podemos elevarla a categoría, y como acertadamente ha escrito Juan José Millás, cuando las palabras, tan sonoras, se alejan demasiado de la realidad, tan muda, resulta más elocuente la realidad que las palabras.

Y la realidad es que, hoy por hoy, mientras una pequeña parte del mundo se enriquece rápidamente, el resto se empobrece a la misma velocidad. Y, en España, donde social y económicamente atravesamos momentos difíciles, además del pasotismo y la desesperanza, el desempleo se ha instalado en los jóvenes sin estudios que pertenecen a las clases más populares: la tasa de paro entre los universitarios es tres veces menor que los que solo han superado la ESO; y, en 2011, entre los jóvenes que no terminaron sus estudios de Enseñanza Superior Obligatoria el desempleo alcanzaba el 43%.

Estamos aceptando como normal lo indecente (el paro -como otras tantas injusticias- lo es) y, como escribe José Antonio Marina, padecemos, aunque no queramos reconocerlo, el síndrome de inmunodeficiencia social y estamos perdiendo capacidad de defensa frente a muchos agentes patógenos: corrupción, falta de transparencia, paro, empleos precarios, indecencia y la sacralización del dinero como valor absoluto. El todo vale frente a la olvidada cultura del trabajo y del esfuerzo con el adobo de un cada vez más necesario conocimiento como fórmula para ser más libres, más demócratas, personas cabales y mejores ciudadanos, que es un paso previo a ser buenos profesionales.

La gran revolución tiene que hacerse presente en los colegios, en la enseñanza primaria y secundaria, sin olvidar los estudios de formación profesional o universitarios. Colegios, escuelas y centros de enseñanza, públicos o privados, deberían ser nuestra barbacana, nuestra defensa avanzada frente a los ataques interiores y exteriores que cercenan nuestros valores. Colegios, escuelas y centros de enseñanza, públicos o privados, insisto, tienen que ser las atarazanas, los talleres donde eduquemos a las personas, hombres y mujeres sobre cuyos hombros recaerá la responsabilidad futura de hacer muchas cosas con dignidad: trabajar en mil tareas y oficios, dirigir empresas e instituciones, administrar justicia, ser líderes de opinión, escribir y ser referentes de la ética, la innovación y la cultura de un país y, en definitiva, contribuir a hacer un mundo mejor.

La cuestión es que esa tarea, que es de todos, no sabemos si podrán liderarla los políticos, como es su obligación y sea cual fuere el partido al que sirven. No lo sé. En estos días de reflexión, cuando a pesar de la crisis media España se va a las playas o al extranjero, y la otra mitad a ver pasos y penitentes, o al pueblo a descansar y llenar las alforjas de productos típicos, releo el Breviario de los políticos, un librito atribuido al que fuera todopoderoso regente de Francia en el siglo XVII, el cardenal Mazarino. Un texto repleto de cinismo donde se contienen algunas reglas para conseguir el poder y conservarlo, y en el que se ensalza la consecución de los objetivos generales (que se confunden con los personales) más allá de cualquier consideración de orden moral.

Por ejemplo, Mazarino establece como axioma la necesidad de comportarse con los amigos como si se tuvieran que convertir en enemigos, y brilla en la desvergüenza cuando resume la obra aconsejando que, como normas de conducta (política, claro) siempre se tengan presentes cinco preceptos: Simula, disimula, no confíes en nadie, habla bien de todo el mundo y prevé lo que has de hacer. En pleno siglo XXI estos consejos, puestos en practica por los que nos gobiernan (también en las empresas e instituciones) recobran actualidad y nos demuestran que, como ya se escribía en el Eclesiastés, "nihil novum sub sole", no hay nada nuevo bajo el sol.

Juan José Almagro. Doctor en Ciencias del Trabajo. Abogado juanjose.almagro@gmail.com

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