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Tribuna
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Lo que la comunicación esconde

En la ecuación espacio-tiempo ya resuelta, el espacio determina la longitud del titular Lo que la comunicación esconde… una y otra y otra vez y siempre, y el tiempo, el marco de gestión de contenidos y el predicado transitivo que arrasa el calendario con efemérides asimétricas, por ejemplo: 20-N, 23-F, 11-M, 29-M. Contadas minuciosamente, todas aportan pespuntes de credibilidad al albur narrativo de los historiadores, cuyo primer compromiso ético es trascender la ecuación inicial con la fijación de la realidad objetivada. Eso sí, todas supeditadas a la narración guionizada que exige rentabilidad inmediata a la comunicación, como eje transversal de un escenario globalizado y poblado de excesos y contradicciones.

"¡Es la economía, estúpido!", frase paradigmática que ha dado la vuelta al mundo y justificado la existencia de algún que otro manual fetiche de las escuelas de negocios más vanguardistas. Lo cierto es que el debate donde se soltó fue determinante y ayudó a Bill Clinton a ganar las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Cuando un guion funciona, funciona, pese a que la gestión actual de la comunicación está volcada con cierta ansiedad hacia los contenidos y el logro inmediato de objetivos. Pero la ecuación se quiebra en la gestión adecuada de los tiempos y esta asincronía metodológica pulveriza la credibilidad, que es el auténtico motor de avance en la interacción social, económica o política.

Aunque los objetivos de la comunicación responden a demandas tangibles como la mejora de la cuenta de resultados empresariales o el incremento en el número de electores, entre otras, son por definición objetivos netos de comunicación, cuyo modus operandi requiere de planificación como umbral ineludible para llegar a la credibilidad. De ahí que la ansiedad por colocar eficazmente los contenidos conduzca a menudo a callejones sin salida que cortocircuitan el hecho mismo de la comunicación, derivando su esencialidad a la mera propaganda.

Una buena prueba del nueve la encontramos en el actual escenario de profunda crisis económica y social, en el que numerosos portavoces sociales, económicos y políticos hilvanan sin solución de continuidad mensajes con densos contenidos cuya única finalidad parece ser un titular de prensa.

De este modo, los mensajes se enquistan en la inmediatez y se evidencia una gestión compulsiva de los tiempos naturales del hecho comunicacional. Es entonces cuando este actúa contra natura y la comunicación -cuyo fundamento primordial es la transparencia- esconde las chinas blancas que deberían conducir al deseado refugio de la credibilidad.

Los mensajes no calan con poso en los destinatarios, porque la técnica de la percusión desviste a los portavoces de sus manifestaciones más creíbles, como su expresividad y los giros dialécticos más personales que les harían sentirse cómodos con los mensajes que necesitan transmitir.

La comunicación gestiona de forma natural incertidumbres, miedos, carencias, riesgos innecesarios o audacias mandatadas. Pero sobre todo gestiona el alcance colectivo que deben tener ciertas palabras como crisis y confianza, que de ser repetidas hasta la saciedad pueden convertirse en sinónimas e intrínsecamente negativas, al viciarse su contenido, sobre todo si el factor tiempo no se gestiona en clave de aliado para limar excesos o para secuenciar con inteligencia las actuaciones que sean necesarias poner en marcha, y asentarlas.

Hoy asistimos a campañas de comunicación cruzadas y todas ellas parecen estar planificadas milimétricamente. Pero el desgaste es desigual debido a sus respectivos tiempos de ejecución. Cada portavoz cumple con su cometido al transmitir los mensajes que tocan en cada momento, sin salirse ni una coma del guion.

Eso es gestión profesional de la comunicación. Ni más ni menos. Pero cuando los portavoces aparecen deglutidos por los propios mensajes, se transmite sin alma y eso lo notan los potenciales receptores, que sí hacen los deberes. Porque la clave está en las audiencias. Y aquí podríamos encajar, extrapolando, la afamada frase del señor Bill Clinton.

Jesús Parralejo. Consulting 360

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