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Tribuna
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El día de la redundancia

El 8 de marzo se celebra el Día de la Mujer Trabajadora, lo cual, lo mire por donde lo mire, a mí me parece una redundancia. Excepción hecha de las clases de renta alta, ¿alguien conoce alguna mujer que no trabaje? El matiz estará en considerar si tenemos uno o dos trabajos.

De momento, y según las estadísticas, sigue siendo todavía la mujer quien soporta en mayor medida que el hombre todas las tareas derivadas de la casa y de la familia, incluyendo días de asuntos personales por enfermedad de los hijos o de los padres.

La conciliación de la vida laboral y la personal sigue siendo, de momento, una guerra perdida, y más en un contexto de crisis como el que estamos viviendo, que centra los esfuerzos en resolver las barreras que perciben los empleadores a crear ocupación, incluyendo rebajas en el coste del despido o medidas estrictas contra el absentismo (y que pueden acabar pagando justos por pecadores).

No voy a repetir datos, por todos conocidos, sobre diferencias salariales entre hombres y mujeres ni sobre la diferente representación de los sexos en cargos directivos. Solo quisiera hacer una discreta reflexión con respecto al malbaratamiento de recursos y de capital humano que la discriminación laboral de sexos representa. En la actualidad, las universidades están llenas de mujeres que suelen acabar con éxito los estudios, a pesar de que siguen estando poco representadas en carreras técnicas. Yo lo veo día a día en las aulas: chicas responsables, que se esfuerzan en sus estudios, disciplinadas e inteligentes. En sus años de universidad y en sus primeras prácticas y empleos, esas mujeres jóvenes se ven y se sienten iguales a sus compañeros masculinos de estudios y de profesión. En ningún ámbito de la universidad están discriminadas, obtienen notas un 25% inferiores a las de sus compañeros, por el hecho de ser mujeres, ni se cuestiona su rendimiento en los trabajos de grupo o en los exámenes por ese motivo.

Esas mujeres, bien formadas, se incorporan al mercado laboral y, pasados algunos años, empiezan a tocar techo, el conocido techo de cristal, algo que existe pero no se ve, una conspiración implícita de las cabezas pensantes que consideran que una mujer, a partir de los 30 años, se está preparando para ser madre y que ser madre le va a impedir cumplir con el ritmo de exigencias laborales, viajes, jornadas que se alargan más allá de la hora estipulada... Hablaba yo, hace algunos meses, con una antigua alumna, brillante en su promoción; estaba alicaída, desengañada, tras ver cómo se la había relegado de un ascenso, dando prioridad a una persona que llevaba menos tiempo que ella en la empresa, con menos experiencia y, también, menos capacidades, pero que era hombre. Sus 29 años y su reciente matrimonio habían pesado mucho más en la balanza que sus evidentes cualificaciones.

Dejando de lado lo que tiene de injusto o de poco ético este tipo de comportamiento, sin duda peca de algo más y es de falta de eficiencia. Los recursos empleados en la formación de esas mujeres, en la mayoría de las ocasiones, no se utilizan totalmente; generaciones de universitarias bien preparadas que, desengañadas de la realidad que las discrimina, acaban cumpliendo con las expectativas que se tenían de ellas.

La realidad es que somos las mujeres las que tenemos hijos, pero gracias a los avances de la medicina y de la nutrición, muchas de nosotras podemos trabajar hasta pocos días antes del parto, y podemos reincorporarnos a la rutina laboral en poco tiempo. Si las mujeres no estuvieran discriminadas salarialmente, la unidad familiar se tomaría más en serio optar por que la baja por maternidad (excepto la parte obligatoriamente femenina) la utilizara el hombre.

No es justo que a la mujer se la castigue, imponiéndole ese techo de cristal, cuando no se dota a las familias de recursos de conciliación y cuando, además, esos hijos por los que sacrifica su carrera profesional serán los adultos que pagarán nuestras pensiones.

Ana Laborda. Profesora del departamento de Economía de Esade

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