Gran retroceso en las relaciones laborales
El clima y el sistema de relaciones laborales de un país dice mucho de su madurez y calidad democrática. El respeto a la dignidad de las partes, a los derechos individuales y colectivos y el equilibrio en el reparto del poder de negociación deberían marcar las líneas básicas de actuación de los agentes económicos y las autoridades públicas. Este punto de partida, al que habría que unir la eficiencia económica y social, podría haberse roto en algunos puntos esenciales con la aprobación del RD 3/2012, de 11 de febrero, que desarrolla la mal llamada reforma, pues es más una revolución laboral.
El texto introduce modificaciones sustanciales en aspectos jurídicos, económicos y personales del factor trabajo y las relaciones laborales, sesgando claramente los derechos y el poder de negociación, tal vez de forma definitiva, hacia una de las partes, en este caso la empresa, sin distinción de tamaño o capacidad económica. Comenzando por los aspectos jurídicos, la norma elimina, o reduce al mínimo, la tutela judicial, administrativa y sindical de las condiciones laborales. Es decir, se abandona el principio garantista, en algunos casos excesivo, que existía antes, en un ejercicio de péndulo, lo que refuerza la idea del origen de las recomendaciones y a quién satisface plenamente.
A partir de ahora, y por factores exógenos, como es el ciclo o la propia arbitrariedad de la dirección empresarial, las condiciones de trabajo, salarios o despidos, serán potestad íntegramente de la dirección de la empresa y los jueces o la inspección laboral harán el papel de meros notarios, en el caso de posibles abusos o ilegalidades. En el campo del derecho a la negociación colectiva, artículo 37 de la Constitución, la norma permite de facto su eliminación, subordinando este derecho al artículo 38, que defiende la libertad de empresa y la obligación pública, mediante la planificación, de impulsar la productividad. Es decir, es el empresario el que decide qué ámbito de negociación se aplica, y además puede decidir la inaplicación de cualquier tipo de convenio, incluso el ya firmado.
En el campo económico, las modificaciones son sustanciales. En primer lugar, abre la brecha a la deflación salarial y su rebaja unilateral como método efectivo de competencia. Esto, de hecho, puede llevar a las empresas a poder negociar individualmente el salario con cada trabajador, y dada la amenaza creíble que consagra la norma, poder ser despedido de forma procedente si no acepta el salario o condiciones de trabajo ofrecidas. Este modelo, presente en el mundo anglosajón, puede anular el derecho a la negociación colectiva, y en los casos en que lo haya, la inseguridad jurídica es muy significativa. La variable elegida para la justificación del cambio unilateral de condiciones completas de trabajo, las ventas en los últimos tres trimestres, es arbitraria y fácil de manipular. En este punto, hay que insistir en que la norma no obliga a las empresas a ser transparentes ni a facilitar a los trabajadores información sobre la evolución del negocio, sin que medie discriminación por tipo de empresa.
En el campo de la contratación también hay un elemento que, lejos de solucionar el problema de la dualidad, lo va a acrecentar. La norma consagra una nueva figura laboral que es el trabajador a prueba un año, sin prácticamente derechos, con coste de despido cero y que prácticamente sale gratis a la empresa. Este contrato, en empresas de bajo valor añadido y con costes de aprendizaje bajo o nulo, servirá de mano de obra rotatoria, aunque, eso sí, con menores costes laborales. Finalmente, la norma trata al factor trabajo, desde una óptica de teoría económica, como una mercancía cuyas únicas reglas son las de oferta y demanda. Introduce el miedo como factor desencadenante del incremento de productividad, lo cual va en contra de todas las normas sobre riesgos psicosociales en la prevención de riesgos laborales y considera al trabajador como un defraudador de facto, en el caso de las bajas por enfermedad.
En resumen, la revolución laboral planteada tiene como único objetivo traspasar todo el poder de negociación en las relaciones laborales a la empresa, algo que ya había empezado desde los noventa. Asimismo, utilizar la deflación salarial como palanca de ganancias en competitividad, pero no en productividad, favoreciendo el dumping laboral e introduciendo el miedo como elemento disuasorio. Todo ello, con la pérdida de garantías jurídicas, sindicales y administrativas que puedan actuar como garantes y contrapoder.
Alejandro Inurrieta. Director ejecutivo de Inurrieta Consultoría Integral