Cuidado, un pronosticador anda suelto
Atendiendo a los centenares de páginas que se han escrito en los últimos años acerca de Google, uno podría pensar que su éxito estaba escrito en las estrellas. Que era inevitable. Sin embargo, no debió parecérselo así a sus fundadores, dado que intentaron vender la compañía tras su primer año de vida. Por un millón de dólares. Afortunadamente para ellos, no encontraron ningún comprador. El éxito parece más evidente a ojos de los que hoy escriben libros sobre Google que lo que, en su día, se lo pareció a sus fundadores.
Lo mismo sucede con la crisis comenzada en 2008. Hoy, once de cada diez expertos afirman que era inevitable, que la vieron venir. A quienes no tuvimos tanta sagacidad nos consuela saber que el actual consenso acerca de la inevitabilidad de la crisis se produjo tras su estallido. No antes. Clásico ejemplo del efecto se veía venir. O hindsight bias, como lo denominan los expertos en psicología económica. Lo que el sesgo explica es que tendemos a considerar más predecibles eventos que ya han ocurrido de lo que en realidad eran antes de acontecer. Una vez sucedidos los hechos, casi todos parecen evidentes. Eso no quiere decir que lo fueran.
Durante algunos años, académicos de Duke University se tomaron la molestia de intentar valorar las dotes predictivas de los directores financieros de grandes compañías norteamericanas. Con tal propósito, les pedían que pronosticaran la evolución del índice bursátil S&P 500 durante el año siguiente. Acumularon, en total, alrededor de 12.000 pronósticos. Los resultados seguramente hicieron perder el aplomo a más de uno. En resumen, los académicos concluyeron que a los directores financieros se les da tan mal adivinar la evolución de la Bolsa como se nos da a todos los demás. Incluso algo peor; la correlación entre los pronósticos y el valor real del índice era negativa. Básicamente, cuando pronosticaban que el mercado iba a caer, la probabilidad de que acabara subiendo era algo mayor que la de que bajara. Lo relataba Daniel Kahneman, Premio Nobel de Economía en 2002, en su último libro, Thinking fast and slow (Allen Lane, 2011).
Lo anterior no debe ser entendido como una crítica a los directores financieros. Simplemente pretende poner de manifiesto que los pronósticos en economía deben ser consumidos con cautela. Algo que, por otra parte, ha sido demostrado en numerosas ocasiones. James Montier, por ejemplo, nos lo recordaba respecto de los pronósticos de los analistas bursátiles acerca de los beneficios de las compañías que analizan. Según describía en Value investing (Wiley, 2009) el error medio en los pronósticos a 24 meses de los analistas europeos se sitúa alrededor del 100%. A doce meses, es de alrededor del 50%. Desde luego, no es para tirar cohetes ni para tomar decisiones con esos pronósticos en la mano.
Viene todo esto a cuenta del alarmismo que, desde hace algunos años, parece haberse instalado entre los comentaristas españoles y que, en los últimos meses, ha adquirido tonos patológicos. Y lo peor de todo es que cuanto más catastrofista el pronóstico, más creíble parece.
Cuenta Daniel Yergin en The Quest (Allen Lane, 2011) que el Reino Unido tardó en abrazar la industria del automóvil, a pesar de la capacidad técnica de la industria del país. Una de las razones fue la Red Flag Act aprobada por el Parlamento que, con el propósito de defender al ferrocarril, obligaba a los coches a circular a tres kilómetros por hora en las ciudades. A seis fuera de ellas. En ambas circunstancias, una persona debía caminar cien metros por delante del coche, enarbolando una bandera roja durante el día y un farol durante la noche, para prevenir a los ciudadanos del peligroso artefacto que se acercaba a la velocidad del rayo.
La ley hizo más bien poco para animar a los británicos a comprar coches. Si se me admite, me atrevería a sugerir al nuevo Gobierno que inaugurara su etapa en el BOE con una medida de esta naturaleza, pero para advertir a los ciudadanos acerca de la cautela necesaria al consumir pronósticos económicos. La medida no podría ser más sencilla. Simplemente requeriría a todos quienes hacen públicamente pronósticos acerca de la evolución de la economía o de la Bolsa que informaran acerca del grado de precisión de sus anteriores vaticinios. Nos lo íbamos a pasar pipa.
Ramón Pueyo Viñuales. Director de Global Sustainability Services de KPMG