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Columna
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¿Y la universidad?

La emergencia económica y la debacle social han eclipsado, durante la campaña electoral, otras cuestiones de gran importancia. Entre ellas, las educativas y, en particular, las referidas a la universidad. Obviamente, con cinco millones de desempleados, la prioridad es la creación de empleo y las medidas, como las derivadas de las reformas educativas, que solo producirán efectos a medio y largo plazo pueden esperar. Pero no debemos olvidar que, precisamente porque carecen de efectos inmediatos, hay decisiones que no deben demorarse. La historia del militar inglés que, vuelto de la India, entrega unas semillas a su jardinero y, ante el retraso de este en plantarlas y ante su justificación (estas semillas son de árboles que tardan cien años en crecer) le dice: "Efectivamente, plántelas hoy mismo".

Nuestro modelo productivo y nuestras pautas de crecimiento no cambiarán definitivamente si las medidas dirigidas a obtener dicho cambio no van acompañadas de una mejora sustancial de nuestro sistema educativo. Y en él, por su influencia además en el desarrollo de la investigación y en el progreso científico, la universidad habrá de tener una consideración específica. La situación actual dista mucho de ser halagüeña. La gran mentira de que tenemos las generaciones mejor formadas de nuestra historia se sustenta, en gran parte, aunque lógicamente no en todo, dado el papel determinante de las enseñanzas preuniversitarias, en la deriva del sistema universitario.

Aquí, como en tantas otras cuestiones, debería acabarse la fiesta. Una fiesta que proviene de una mal entendida, desde sus orígenes, autonomía universitaria. Las luchas estudiantiles antifranquistas hicieron de esta autonomía una de sus banderas, que se plasmó en el artículo 27.10 de nuestra tantas veces ingenua Constitución. En vez de servir para garantizar la libertad de cátedra e ideológica, la autonomía se convirtió, desde el primer momento, en la excusa para que la institución marchara por libre, ajena a los controles que la sociedad debería ejercer sobre la misma. Eso, unido a un mal entendido funcionamiento democrático del gobierno universitario y a los efectos añadidos de la transferencia a las comunidades autónomas, determinó un progresivo declive de las universidades y un preocupante declinar de los principios de excelencia en la investigación y en la docencia desarrolladas por las mismas.

Hoy contamos con el triple de universidades que Francia y multiplicamos por 1,5 el número de universidades de Alemania. Eso constituye un despilfarro de recursos y de talento impresionantes. Y además, en parte por ello pero no solo por ello, la excelencia del profesorado no ha hecho más que reducirse continuamente. Lo cual no significa que no haya excelentes profesores, investigadores y docentes en muchas de nuestras universidades. Pero lo son a pesar del sistema. Los mecanismos de selección se han pervertido. Cada reforma se ha hecho para reducir las exigencias.

Hoy nos encontramos con una situación en la que: (1) prácticamente se ha suprimido toda exigencia de demostración de conocimientos. Es perfectamente posible llegar a catedrático de universidad sin tener que demostrar conocimientos y sin saberse el programa de la asignatura que se va a impartir. (2) Contrariando las reglas de la sana administración, y de la biología, la función no crea el órgano sino el órgano la función. Esto es, no se trata de que resulte necesaria una cátedra y se contrate o se nombre a un profesor para ocuparla, sino que existiendo un profesor que haya sido acreditado para ser catedrático, se crea la cátedra, existan o no necesidades docentes e investigadores para la misma. (3) No existe apenas movilidad en el profesorado.

Quien ha estudiado en una universidad hace en ella su carrera académica y llega a la cátedra cuando consigue la acreditación, y es muy difícil que cualquier profesor opte a una plaza en universidad distinta de la suya. Por supuesto, salvo excepciones, la selección de los mejores, la búsqueda de los profesionales más excelentes no existe en la política de personal de ninguna universidad.

Si a ello unimos que muchas universidades están mandando a su casa a los profesores de 60 años (¡con el 100% de las retribuciones en activo!), podemos comprender que la universidad española necesita no una reforma sino una refundación. Un cirujano de hierro, si hay alguno.

Federico Durán. Catedrático de Derecho del Trabajo. Socio de Garrigues

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