Orden de prelación
La estancia en Vietnam, además de rasgarme suavemente los ojos (eso dicen mis amigos vía Skype), me está haciendo reflexionar sobre cosas de la vida cotidiana que hasta ahora había pasado por alto. Por ejemplo, en el tráfico de Hanoi hay un statu quo perfectamente asumido por los habitantes de la gran urbe. En primer lugar, y así son las cosas, están los camiones, furgonetas, 4x4 y otros pesos pesados de la carretera; ante su presencia, toca retirada. Quiero decir que, si tú ves un bicho de esos (y no me refiero a los conductores, aunque podría), más vale que te apartes y no estorbes; algo que también pasa con los escasos automóviles, digamos, normales. Cuatro ruedas son todavía muchas ruedas en esta tierra. Los vehículos de solo dos, casi cuatro millones, se distribuyen en diferentes categorías, tres al menos: scooters, que siempre representan un cierto grado de distinción; motos/motillos de andar por casa, variado pelaje y ausencia de glamour, y bicicletas de toda clase y condición. En último lugar nos encontramos con los sufridos viandantes, seres que lo soportan todo, cuentan poco y, aunque no lo crean, son despreciados olímpicamente por los orgullosos conductores de los vehículos a motor, dueños últimos de las calles. Ríanse ustedes del eterno enfrentamiento entre las dos Españas (por cierto, hermoso y recomendable ensayo con igual título de José Luis Abellán en Ediciones Península) y, cuando visiten esta tierra, observen con atención la relación amor/odio entre peatones y conductores. Curiosamente, no pueden vivir los unos sin los otros, y lo saben.
Cuando escribo estas líneas me percato de que, en el fondo, como si de las fuentes del Derecho se tratara, estamos hablando de un orden de prelación que en este hermoso país, y cuando de tráfico hablamos, se basa en la fuerza de la costumbre y en que las cosas son como son, exactamente al contrario de como deberían, pero no muy diferentes de otras situaciones y de lo que sucede en otros lugares del planeta. Como vivimos en la Luna -muchas veces online-, estamos abducidos por la red y discurrimos poco; y aunque lo creamos no somos infalibles. Nos hemos encerrado en una cápsula/burbuja llamada mundo occidental, una especie de moderno imperio, tributario de una forma de vida que, sobre todo por razones económicas, nos hemos empeñado en imponer a los 7.000 millones de personas que, a finales del presente año, habitaremos esta hermosa Tierra que, por cierto y aunque parece que se nos olvida frecuentemente, es lo único que tenemos a mano.
Nos revestimos de púrpura y dogmatizamos sobre el hecho de que el llamado desarrollo lleva aparejado un modo de hacer determinado y parejo que -no somos conscientes- nos ha llenado de profundas desigualdades, olvidando -lo dice Edgar Morin- que "el desarrollo es una fórmula estándar que ignora los contextos humanos y culturales. Se aplica de forma indiferenciada sobre sociedades y culturas muy diversas, sin tener en cuenta sus singularidades, sus saberes y sus técnicas, sus formas de vida, vigentes en pueblos de los cuales se denuncia el analfabetismo, sin percibir las riquezas de sus culturas orales tradicionales ".
Ya no sirve aquello de piensa local y actúa globalmente. Ni para las empresas ni para las organizaciones, las instituciones o los más poderosos países. Todos quieren gozar de su minuto de gloria y ser libres protagonistas de su destino, sabedores de que estamos en un cambio de época, no en época de cambios. No vale el café para todos. Sabiéndolo, la tarea puede completarse aunque sea muy compleja y, por ahora, la única certeza que atesoremos sea la propia certeza de la incertidumbre.
Como sistema de trabajo, a mí no me parecería mal -menos aún en tiempo de promesas electorales- que les exigiéramos a los candidatos políticos, futuros mandamases y padres de la patria, que establecieran públicamente sus prioridades, que es otra forma de indicarnos de qué reniegan, qué cosas son para ellos importantes y cómo quieren abordarlas, además de decirnos de dónde van a sacar el dinero, aspecto harto interesante. Otra cosa es que el orden de prelación de los políticos coincida con el de los ciudadanos que, eso sí, son los que a la postre van a poner los cuartos, incluidos los sueldos de sus representantes públicos.
De todas formas, y a pesar de las lógicas y necesarias discrepancias partidarias, hay áreas, políticas y ámbitos en los que -en privado, qué curioso- todo el mundo parece estar de acuerdo. Así que no habría mucho que discutir, pero nos empeñamos en hacer las cosas difíciles, como los vietnamitas con el tráfico. Alguna vez -estoy seguro de que, si nos lo proponemos, así ocurrirá- los ciudadanos veremos cumplido aquel hermoso sueño de Benedetti, cuando ponía el punto final a su grandísimo poema Táctica y estrategia: "Mi estrategia es/ que un día cualquiera/ no sé cómo ni sé/ con qué pretexto/ por fin me necesites".
Juan José Almagro. Doctor en Ciencias del Trabajo. Abogado