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Columna
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El hambre, una tragedia evitable

Desde que se inició la actual crisis económica, los precios de los alimentos no han dejado de incrementarse, sumiendo en la pobreza creciente a las tres cuartas partes de personas en el mundo, que dedican el 80% de su renta a alimentación, y llevando al hambre crónica a más de 100 millones.

Así, el índice de precios de los alimentos se incrementó un 29% en el último año (World Bank: Food Price Wacht, 2011). Como señala el propio Banco Mundial, entre los cereales, el precio internacional del trigo registró la mayor alza y previsiblemente se mantendrá al alza en los siguientes. Los factores que lo explican son la incertidumbre sobre el volumen y la calidad de las exportaciones provenientes de Australia como consecuencia de los efectos del exceso de lluvia y de las inundaciones, la preocupación por la cosecha invernal de China, la posibilidad de que los grandes importadores de trigo -particularmente en Oriente Medio y norte de África- quieran garantizar a la población un abastecimiento seguro de alimentos en circunstancias políticas tan inciertas como las actuales o la nada anecdótica reducción de la producción nacional de trigo por parte de países como Arabia Saudí con el objetivo de conservar sus escasos y valiosos recursos hídricos.

Por su parte, los precios del maíz se han incrementado entre junio de 2010 y enero de 2011 en un 73 %, determinados como están por complejos vínculos con otros mercados, tales como la creciente producción de biocombustibles, las escasas reservas, en parte por la sequías inusuales debido al fenómeno climático de La Niña en Argentina, o la gran demanda importadora de este producto por parte de China en los últimos años.

El precio del azúcar y de los aceites comestibles ha conocido asimismo un incremento en los últimos meses de casi un 80%. Así, el precio de otros productos alimenticios esenciales para una dieta diversa ha aumentado en muchos países: en la India, la inflación de los precios de los alimentos llegó al 18,3%, debido, en buena medida, al aumento del precio de frutas y verduras, leche, carne y pescado; por su parte, la inflación en China se explica en gran medida por el aumento del precio de las verduras. Finalmente, el precio del arroz para consumo interno aumentó súbitamente en algunos países, si bien se mantuvo estable en otros.

La consecuencia de estos hechos es el aumento de la inflación en los países de ingreso bajo y mediano y consiguientemente el incremento de los niveles de malnutrición y pobreza: 44 millones de personas de estos países pueden haber caído en el círculo de la pobreza en el mundo debido al alza del precio de los alimentos en este último año, según informa el Banco Mundial.

Entre tanto y paralelamente, el hambre cotiza en Bolsa, según titulaban un artículo reciente Knaup, Schiessl y Seith (El País, 4-09-2011, reflejo de su trabajo Speculating with Live: How Global Investors Make Money Out of Hunger). Y es que, en efecto, desde la Bolsa de Chicago, el mayor mercado de valores de materias primas del mundo, se decide sobre los precios de los alimentos y, en consecuencia, sobre los niveles de hambre en el mundo y sobre la suerte de 1.000 millones de seres humanos. Actualmente el trigo, la soja o el maíz cotizan como lo hicieron en su día las empresas puntocom o las hipotecas subprime, pero a diferencia de aquellas, los alimentos constituyen un creciente refugio bursátil tanto para pequeños inversores que buscan rendimientos más regulares y seguros como para grandes corporaciones bancarias que ofrecen apuestas financieras sobre fondos de inversión en productos agrícolas y en la compra de tierras de cultivo con fines especulativos (T. Lines: Speculation in food commodity markets, World Development Movement).

Unos pocos ejemplos: Japón ha adquirido en el extranjero tierras cultivables en una superficie que triplica la que cuenta en el interior del país; Corea del Sur, la equivalente a la suya. Con igual estrategia, Arabia Saudí, Kuwait, Bahréin, Emiratos Árabes y singularmente China, después de hacerlo en Brasil y Argentina, están comprando tierras fértiles en otros países como Pakistán, Filipinas, Birmania, en Asia, Zambia, Tanzania, Uganda, incluso Somalia en África, dando lugar a un fenómeno que hasta el presidente de la FAO definió como "neocolonialismo agrario".

Si a la locura organizada de los mercados se suman los efectos de la sequía, las inundaciones, la erosión de suelo consecuencia del cambio climático, la pérdida de superficie agrícola por deforestación y usos urbanos, la depredación de las espacies oceánicas, las guerras civiles y las corrupciones políticas el resultado no puede ser otro que el que conocemos: la desnutrición y el hambre, hoy, de 947,60 millones de personas y el hambre extremo para más de 100 millones (www.wordbank.org.foodcrisis), una crisis alimentaria mundial de carácter estructural que constituye la dimensión más dura y descarnada de la globalización.

Si permitimos que los intereses de los inversores prevalezcan sobre las necesidades alimentarias de las personas, si comercializamos con el hambre en el planeta, si seguimos supeditando la alimentación a la economía y a la política, el hambre en el mundo seguirá constituyendo en este siglo XXI -como lo constituyó en las últimas décadas del anterior- la mayor catástrofe humanitaria de la historia.

Por el contrario, si ponemos la política y la economía al servicio de la resolución de este problema, el hambre en el mundo puede ser convertida en una tragedia evitable. No son otros los términos del debate. No es otra la disyuntiva.

Pedro Reques Velasco. Catedrático de Geografía Humana de la Universidad de Cantabria

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