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Tribuna
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El turno de lo político y de lo fiscal

Los países impagan sus deudas bien porque no pueden hacer frente a las mismas o bien porque no quieren hacerlo. Aunque hay casos en la historia de esta segunda razón, lo cierto es que en la actualidad es una opción a la que debemos asignar pocas probabilidades.

A ningún país desarrollado se le ocurriría no atender sus compromisos financieros pudiendo hacerlo, entre otras cosas porque no solo no solucionaría ninguno de sus problemas, sino que los agravaría y además crearía otros nuevos. Descartada esta alternativa podemos centrarnos en la primera, los países dejan de pagan sus deudas porque no pueden hacer frente a las mismas.

En este sentido, a su vez, hay que distinguir entre los países que son emisores de la moneda en la que se endeudan y los que lo hacen en monedas distintas de la suya.

Obviamente el riesgo de impago se da en estos últimos casos. Los países que hacen default lo hacen porque se quedan sin moneda extranjera para servir su deuda. Este es el escenario que en el pasado hemos visto en los países emergentes y que recientemente se ha desencadenado también en Europa.

Los países de la Unión Europea son usuarios del euro, se endeudan en euros, pero no tienen individualmente la capacidad de emitirlo, de ahí que para atender sus deudas dependen de su capacidad de recaudar impuestos o de que los mercados les renueven su confianza para refinanciar los vencimientos y, en su caso, ampliar el monto de la misma.

Aquí está la debilidad estructural de Europa. A pesar de que en su conjunto la situación fiscal es mejor que la de otras zonas geográficas, se presta a que en ausencia de prestamista de última instancia, problemas de liquidez en determinados países puedan derivar en problemas de solvencia.

De ahí que, aunque tarde, sea bienvenida la intervención más decidida por parte del Banco Central Europeo, que es el único que tiene capacidad para frenar la espiral autodestructiva en la que estaban inmersos los bonos españoles e italianos. A partir de aquí la clave es que no le tiemble el pulso y que una vez optado por este camino se mantenga firme en la decisión.

Situación completamente distinta es la que se está viviendo en Estados Unidos, que al estar endeudado en su propia moneda, solo impagaría su deuda en el caso en que voluntariamente decidiera hacerlo, lo cual, como veíamos al principio, y a pesar de todo el debate esquizofrénico sobre el límite del techo de deuda, es completamente absurdo y por tanto no va a pasar (solo los suicidas se suicidan).

Esto no quiere decir que darle a la máquina de imprimir dinero no tenga consecuencias, claro que las tiene, pero con el exceso de capacidad que actualmente tiene su economía, especialmente de recursos humanos, no creo que la inflación sea el problema que más deba preocuparles.

Llegados a este punto, la rebaja en rating de la deuda americana por parte de Standard & Poor's desde AAA a AA+ es, en sí mismo, completamente irrelevante de cara a la percepción de la solvencia de Estados Unidos y así parece que lo ha entendido el mercado. No en vano uno de los activos que mejor se han comportado desde que se produjo dicha rebaja es el bono americano. Paradojas de la vida.

De hecho, Standard & Poor's ya le rebajó el rating a Japón en el año 2002 y desde entonces, y a pesar que el importe de su deuda en relación al PIB es superior al 200%, el país nipón no solo no ha tenido ningún problema para financiarse, sino que lo ha hecho a tipos extremadamente bajos.

Y es precisamente esto lo que teme el mercado, una japonización de la economía mundial. Con todas las miradas puestas en la situación fiscal de los países el verdadero riesgo es que si todos nos volvemos austeros al mismo tiempo, dejemos de crecer.

Por ahora, la mayor evidencia de que el crecimiento se está frenando es la propia reacción de los mercados, ya que los últimos datos económicos que se han publicado, aunque tristes, no parecen indicar que una nueva recesión sea un riesgo inminente. No dejemos que estos acaben teniendo razón por falta de determinación política.

Joaquín Casasús. Director general de Abante Asesores

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