Una reforma que no contenta a nadie
Ante la falta de acuerdo de los interlocutores sociales, la reforma de la negociación colectiva introducida por el Real Decreto-Ley 7/2011, de 10 de junio, ha sido una mera operación cosmética que no ha dejado contento a nadie.
Superada la convalidación del texto, resulta particularmente necesaria la tramitación parlamentaria, concibiéndola como una fase de cirugía profunda que permita recuperar al enfermo. La reforma, según se desprende de la exposición de motivos, pretende abordar objetivos ambiciosos relativos a la estructura, contenido de los convenios, vigencia, reglas de concurrencia, flexibilidad Sin embargo, o se presentan enmiendas imaginativas que se recojan en el texto definitivo o nos habremos quedado en el intento.
Todo ello, al margen de la falta de seguridad política de la reforma, ya que todos parecemos estar esperando la próxima. Dejando al margen eternas disyuntivas sobre el papel que tiene que jugar el convenio (los sindicatos dicen menos ley, más convenio, menos contrato; los empresarios dicen menos ley, menos convenio, más contrato), la prioridad aplicativa de los convenios colectivos de empresa o grupos de empresas sobre los convenios sectoriales resulta clave para poder descolgarse de la regulación del sector y pactar condiciones que se ajusten de manera más flexible a las necesidades de cada empresa.
Sin embargo, nos encontramos ante una norma dispositiva de limitado alcance, que además tendrá que enfrentarse a la más que previsible prevalencia de los convenios autonómicos.
Tampoco se ha resuelto de manera suficiente el objetivo pretendido de contribuir a la flexibilidad interna de las empresas. Es cierto que dentro del contenido mínimo del convenio, ahora se exige que se regulen procedimientos de movilidad funcional, así como los porcentajes de posible distribución irregular de la jornada que, en defecto de acuerdo, serán del 5%.
Se debería, sin embargo, haber sido más imaginativo y ambicioso, extendiendo estas medidas de flexibilidad a cuestiones críticas como la movilidad geográfica, las modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo o el absentismo.
Sobre todo cuando, según prevé la disposición transitoria primera del decreto, estas medidas en ningún caso resultarían aplicables hasta la suscripción de un nuevo convenio colectivo. ¿Qué pasa si los actuales convenios colectivos mantienen su vigencia, por ultraactividad, de manera indefinida? Es necesario buscar fórmulas más eficaces que eviten estos problemas.
Finalmente, en cuanto a la tan manida cuestión de la ultraactividad normativa de los convenios colectivos, como elemento positivo y dinamizador se ha introducido un plazo máximo para finalizar la negociación, de ocho meses en convenios de menos de dos años de vigencia y 14 meses para el resto. Incluso, se trata de una norma de naturaleza dispositiva, por lo que en el propio convenio colectivo se podría pactar reducir el plazo máximo de negociación.
El problema no es tanto el plazo que se prevea para llevar a cabo la negociación, sino los procedimientos de solución previstos en el caso de que finalmente no exista acuerdo. El decreto prevé un arbitraje obligatorio que, al margen de los posibles problemas de inconstitucionalidad que pueda generar, pudiese resultar inaplicable por la falta de reglas mínimas de procedimiento o sobre nombramiento de árbitros.
Si la finalidad tiene que ser incentivar la negociación, probablemente la solución no esté en reducir los plazos, sino en reducir la eficacia de la ultraactividad a las materias propias de un acuerdo de cobertura de vacíos: régimen disciplinario, clasificación profesional, tiempo de trabajo y retribuciones.
Abdón Pedrajas. Abogado. Socio de Abdón Pedrajas & Molero