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Columna
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Mercados de trabajo y de créditos

Carlos Sebastián

Movilizar los mercados de trabajo y de créditos constituye una de las prioridades en este delicado momento de la economía española. El primero, además de tener un exceso de oferta de unas proporciones inaceptables, tiene unas reglas y unas prácticas contrarias a la mejora de la productividad. El segundo se mantiene constreñido por las limitaciones de liquidez y, en algunos casos por los problemas de solvencia, de las entidades bancarias.

He insistido muchas veces en la enorme rigidez impuesta en las relaciones laborales por la negociación colectiva y que su reforma era una de las prioridades máximas, pues para miles de empresas los convenios sectoriales y provinciales constituyen normas de carácter más rígido que las aprobadas por el Parlamento o por las Administraciones con capacidad normativa. La semana pasada en este mismo diario F. Durán formulaba con rigor jurídico esa preocupación reclamando que los convenios deberían recuperar su carácter contractual abandonando su pretensión normativa. Ello implica que los términos del convenio no pueden ser efectivos más allá del ámbito en el que se acordaron ni más allá en el periodo para el que el acuerdo estaba previsto. Y también, como son contratos y no leyes, las partes (los trabajadores de una empresa y sus empleadores) puedan alcanzar acuerdos que contradigan convenios de un nivel superior. Todo ello muy distinto a la práctica laboral española de los últimos 30 años.

La pretensión de que la reforma de la negociación colectiva sea acordada por las cúpulas sindicales y patronales tiene escaso sentido. En primer lugar porque, como apunta Durán, es necesario cambiar radicalmente una parte del Estatuto de Trabajadores. En segundo, porque esas cúpulas derivan buena parte de su poder de la actual forma de la negociación colectiva, por lo que una reforma en profundidad entra en colisión con sus intereses. Lo que afecta a su percepción del problema y condiciona las propuestas que pueden plantear. En la reciente polémica entre el Círculo de Empresarios y la CEOE, el primero tiene más razón.

Respecto al mercado de créditos, además de terminar de una vez con el proceso quirúrgico de reestructurar las partes insolventes del sistema, sería conveniente facilitar la venta de los activos fallidos en poder de las entidades. Contribuiría a que estas mejorasen su liquidez y restablecieran los flujos de créditos. Existen inversores internacionales dispuestos a adquirir carteras de esos activos y se observa cada vez más la disponibilidad de las entidades españolas a vender. El problema es acordar un precio. Y cuando se trata de créditos fallidos con garantía real o activos reales en poder de los bancos, la posibilidad de acuerdo sobre el precio queda negativamente afectada por el coste fiscal presente en cada etapa del proceso.

Cuando un banco se adjudica un inmueble en una subasta judicial tiene que pagar el 7% de impuesto de Transmisiones Patrimoniales (TPO). Si luego un inversor adquiere una cartera de inmuebles a un banco tiene que volver a pagar el 7% de TPO, que se aplica a las valoraciones que aparecen en las tablas de valoración de las comunidades autónomas, que en no pocos casos son muy superiores a la valoración a la que se ha cerrado la transacción, con lo que el porcentaje efectivo es mayor. Si lo que el inversor adquiere es una cartera de préstamos hipotecarios de dudoso cobro, tendrán que pagar primero el 1% del impuesto de Actos Jurídicos Documentados (AJD) al elevar a escritura pública la adquisición. Pero ese porcentaje es engañoso, porque es el 1% del importe máximo garantizado por la hipoteca que puede ser el 150% del valor y, si después, el precio acordado en el valor de la transacción es un tercio del valor escriturado, el impuesto será efectivamente el 4,5% del valor de adquisición del préstamo fallido. Si más tarde el inversor al no poder cobrar el préstamo ejecuta la garantía y se adjudica el inmueble tendrá que volver a pagar el TPO. Finalmente, si el inversor acaba vendiendo el inmueble a un tercero aparecerá un nuevo pago del TPO. Y en cada paso se producirán costes notariales y registrales además de los fiscales. Por tanto, en la transmisión del deudor moroso al propietario final puede haber hasta 3 pagos del TPO y un pago del AJD (a tipos efectivos mayores de los legales) más varios costes notariales y registrales.

Seguro que se podrían arbitrar fórmulas, aunque de carácter transitorio, para que no hubiera tantas cargas y se facilitara la salida masiva de estos activos del balance de las entidades.

Carlos sebastián. Catedrático de Fundamentos del Análisis Económico de la Universidad Complutense

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