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Columna
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El deseable triunfo de las tesis alemanas del euro

La Comisión Europea ha presentado las primeras propuestas la reforma del Pacto por la Estabilidad, tras la crisis de la deuda soberana del pasado mayo. Que el problema está lejos de haberse solucionado lo muestra la renacida tensión sobre Irlanda y, también, sobre Grecia y Portugal. Y aunque España parece haber dejado atrás ese pelotón, una vez publicados los tests de estrés, no es menos cierto que la crisis del euro no se ha despejado y que todavía, quedan años para solventarla.

Lo que hoy se está planteado en Europa es la significativa corrección de un diseño institucional que, en lugar de continuar obligando a la convergencia nominal, permitió la emergencia primero, la consolidación posterior y la explosión final, de desequilibrios básicos en algunos países periféricos. Así, un Pacto por la Estabilidad que sólo se diseñó para constreñir la actuación del sector público dejó un enorme agujero en el comportamiento del sector privado.

En el caso de España, en mala hora aprovechamos la ventana de posibilidades de endeudamiento que nos abrió la incorporación al euro. Nuestra tradicional restricción exterior, con un déficit crónico en la balanza de mercancías en el entorno del 4/5% del PIB en los últimos cincuenta años, y que nos obligaba a frenar el crecimiento cuando las necesidades de financiación se situaban cerca del 3%, de repente pareció desaparecer. De hecho, desapareció. Ni el Banco de España tenía la posibilidad de modificar la política monetaria ni, por descontado, existía ninguna peseta que defender.

A partir de 1999 la economía española pareció haber entrado en un nuevo orden monetario, en el que las dificultades de financiación exterior anterior eran substituidas por todo lo contrario. De esta forma, la larga experiencia española de frenazos de la actividad por exceso de demanda interna (recuérdense los episodios de 1967, 1975-76, 1979, 1983-84, 1989-90, 1993-94), con diversas combinaciones de devaluaciones de la peseta, elevaciones de tipos de interés y restricciones de la política fiscal, se desvaneció en el desván de los recuerdos. El resultado de ese olvido de la experiencia anterior es de sobras conocido, y la deuda privada (y ahora también pública) que generó aquella conducta pesa como una losa para la actividad de hoy y de los próximos años.

Vista nuestra incapacidad para corregir errores, quizás lo que más nos convenga sea que la disciplina, tanto del sector privado como del público, nos la exija alguien del exterior. Quizás lo que debiéramos hacer fuera apoyar las propuestas alemanas de exclusión de derechos políticos para los países que no cumplan las reglas, y situarnos entre los países exigentes de la inclusión de medidas de competitividad exterior (en especial, el saldo de la balanza por cuenta corriente) entre las mejoras exigibles del Pacto por la Estabilidad.

En relación a los desequilibrios macroeconómicos básicos (necesidad de financiación exterior) España sólo se ha comportado adecuadamente cuando las circunstancias nos han obligado a ello, como a finales de los años setenta o cuando queríamos entrar en el área del euro, o cuando la presión exterior era insoportable. Cabe recordar ahora que los últimos años en que, prácticamente, no necesitamos recursos exteriores para financiar nuestro gasto interno fueron los que transcurrieron entre 1995 y 1998, cuando estábamos empeñados en no formar parte de aquellos viejos PIGS que todos, en Europa, anticipaban que no iban a incorporarse al euro. Lastimosamente, una vez hubimos aprobado el examen de Maastricht, y entramos en la moneda única, todos los buenos deseos se olvidaron, y la economía española se lanzó por la pendiente del crecimiento insostenible del gasto interno, generosamente financiado por el ahorro de la naciente área monetaria única.

Quizás a los Gobiernos no les interese que les limiten su capacidad de decisión, como la propuesta alemana prevé. Pero al resto de los ciudadanos, enfrentados a una crisis interna de una dureza insólita, si. ¡Ojalá triunfen las tesis alemanas! Nos conviene a todos… los españoles.

Josep Oliver Alonso. Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona

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