¿Obras sin impuestos?
En uno de estos días, recabé en una emisión de Cuatro que analizaba algunos casos de infraestructuras realizadas en distintos puntos de la geografía y que hoy están abandonadas, sin que nadie, principalmente los ciudadanos, reclamemos a quienes decidieron su construcción. Logré vencer el sueño y lo visioné entero, máxime porque entre los expertos había eminencias como Germá Bel, catedrático de Universidad en Barcelona y uno de los mayores expertos en Economía del Transporte y Economía Pública, un caso más de una persona capaz e inteligente doblegada por el aparato de un partido político.
Los casos a los que se refería el programa eran significativos, la Cartuja en Sevilla, el Palma Arena en Mallorca, una supuesta estación modernista en Torrevieja, el aeropuerto de Ciudad Real, pero faltaban otras inservibles, como pueden ser la Caja Mágica en Madrid o el propio Estadio de la Peineta, también en Madrid. La lista podría ser grandísima, desde la pléyade de Universidades de dudosa calidad, aeropuertos inútiles y otras obras que acaban siendo abandonas o no utilizadas.
Este debate, además, ha coincidido con una reflexión oportuna realizada por el ministro de Fomento que ha alertado a la sociedad española de que no se pueden acometer obras de la magnitud del AVE, ferrocarriles o carreteras, sin que exista un nivel impositivo óptimo para poder financiar, no sólo la obra, sino el mantenimiento y el funcionamiento posterior. Esto, que no preocupa a muchos políticos que únicamente persiguen la efeméride de la inauguración para gloria del álbum fotográfico familiar, no son conscientes del coste devengando para las generaciones futuras, ante la imposibilidad, en muchos casos de tener presupuesto para su correcto funcionamiento.
Un ejemplo palmario es la puesta en funcionamiento de los nuevos hospitales en Madrid. La construcción de los edificios, a cargo de las empresas concesionarias en muchos casos, ha llevado, curiosamente, a que el número total de camas hospitalarias en Madrid sea ahora inferior al anterior a la construcción de ocho hospitales nuevos. Además, parte del personal médico formado en la sanidad pública que trabajaba en los antiguos hospitales se han trasladado a los nuevos, lo cual acrecienta la reducción global de personal médico, puesto que con las nuevas instalaciones no se ha generado más empleo. Esto revela que la eficiencia de los nuevas instalaciones es muy inferior a la que marcaría un modelo teórico, puesto que no hay presupuesto para que funcionen a plena capacidad. La razón es que sólo se ha buscado la rentabilidad política de la inversión, sin coste inicial, pero no la económica, ni social. La explotación ha dejado de ser rentable para muchas empresas, como la que gestionaba el de Vallecas, que ha entrado en suspensión de pagos. La pregunta es, por tanto, ¿qué pasa si las cifras de personas atendidas no se cumplen, precisamente por falta de inversión pública?, pues que el Estado tendrá que ir al rescate de estas infraestructuras, incrementando finalmente la deuda pública.
Esta estrecha relación entre coste político, coste económico y coste social, debería servir de base para que tanto los electores, como de alguna forma los responsables de cuidar las cuentas públicas, penalizasen de forma contundente este tipo de conductas, y que fuese precisamente la imposición la que regulase las veleidades urbanísticas de tantos responsables políticos, de toda estirpe ideológica y rango institucional. El debate sobre la imposición es imprescindible y debe llevarnos, al margen de modificar profundamente todo el entramado fiscal, a inculcar el principio de quien contamina paga, o quien despilfarra también. El precio es el mejor regulador conocido que discrimina la demanda de un bien o servicio, pues es comúnmente aceptado que precio cero es igual a demanda infinita, y esto está provocando un incremento muy brusco del despilfarro en infraestructuras, en muchos casos innecesarias. En este sentido falta, además, incorporar en esta nueva política de apostar por los transportes limpios, como el ferrocarril, la bicicleta como medio alternativo de transporte, convertirla en una materia de Estado, y no abandonarla a los caprichos de algunos alcaldes, como el de Madrid.
En resumen, los ciudadanos y la administración deben tener el poder para penalizar el derroche en general, pero en infraestructuras en particular. Para ello es imprescindible un cambio profundo en la fiscalidad a nivel agregado, pero sobre todo es esencial poner precio al derroche en obras faraónicas, mediante la imposición por el uso en muchos casos, y así poder discriminar entre distintas opciones de gasto y distintas opciones de política económica. Entre toda esta maraña de nuevas infraestructuras de transporte, la apuesta por parte del Estado de la bicicleta daría una nueva visión de esta forma de transporte.
Alejandro Inurrieta. Profesor del IEB