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Columna
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Patrón económico

La economía internacional, y España obviamente también, está inmersa en una crisis sistémica sin precedentes. El último informe de la OCDE muestra que, lejos de estar superando la crisis, la coyuntura económica revela una nueva recaída, especialmente en Europa, como muchos pronosticábamos.

El problema es mucho más agudo que la mera superación de una nueva onda cíclica bajista, sino que estamos ante la disyuntiva de si debemos cambiar el sistema económico de forma drástica. Como siempre hay tres corrientes, tanto políticas, como económicas. Los más liberales, asumen que ésta es simplemente una crisis de oferta más, por lo que se deben poner en práctica las medidas de siempre: bajadas de impuestos, recortes de salarios, reducción del gasto público y liberalización aún más de la economía. En el medio están las corrientes socialdemócratas, que abogan por expandir la demanda, vía gasto público, reactivar el crédito y comenzar un nuevo ciclo expansivo. Finalmente, existe una corriente, muy minoritaria todavía, que ha entendido que el problema está en el propio sistema y lo que hay que hacer es cambiar radicalmente el sistema económico basado en transacciones financieras, endeudamiento creciente e insostenible, un sistema financiero que no cumple su función y un deterioro sin parangón del factor trabajo.

La mayoría de países, y con ellos las instituciones multilaterales, lejos de tomar decisiones valientes y heterodoxas, han optado por expandir el gasto público, inyectando buena parte de los incrementos de deuda en el sistema financiero, fundamentalmente la banca, sin que medie ninguna gran reforma de calado en su funcionamiento. Los principales gestores siguen al frente de dichos bancos, salvo los intervenidos, los balances siguen engordándose jugando con la curva de tipos, en connivencia con los bancos centrales, y por ende el crédito al sector productivo sigue sin fluir. Por supuesto, los principales perjudicados siguen siendo los contribuyentes, que no los accionistas o bonistas, y tampoco se han practicado quitas en los volúmenes de deuda, lo que sigue pesando como una losa a la hora de reactivar el consumo de los hogares, y especialmente la inversión productiva de las empresas. Sólo tímidas voces hablan de imponer una tasa a la banca, pero sin que se empiece a hablar seriamente de un cierto control de capitales.

Con estas premisas, España ha empezado a dar los primeros pasos para intentar cambiar, eso sí en solitario, el denominado modelo de crecimiento, aunque más preciso sería hablar de patrón de crecimiento. Este supuesto cambio se ha plasmado en una norma que abarca muchos sectores, desde la vivienda (mayor peso de la rehabilitación y el alquiler), energías renovables (coche eléctrico y un nuevo mix energético), y también otras facetas que van desde la gobernanza, buenas prácticas, hasta la transparencia en la política pública, algo que no se correlaciona muy bien con el cambio en el patrón de crecimiento. El objetivo es buscar nuevos nichos de mercado, fundamentalmente en tecnología, servicios sociales, cultura, biomedicina, renovables, etc. Esta redistribución sectorial hacia sectores de mayor valor añadido, unido a la búsqueda de la sostenibilidad social del Estado del Bienestar, parece muy poco viable que se pueda hacer mediante una norma legal, y especialmente si no hay una convergencia con nuestros socios comunitarios.

Los principales problemas con los que se va a encontrar este objetivo son esencialmente tres. El primero sería financiero, escasez de fondos para acometer esta revolución tecnológica, además de un sistema financiero muy poco preparado para valorar estos nichos de negocio. El segundo una estructura educativa que no casa con las necesidades futuras, con un porcentaje de desempleados con escasa o nula empleabilidad ahora, lo que sin duda aumentaría con esta nueva estructura productiva. Y finalmente, un empresariado, en media, obsoleto, poco emprendedor y con una cultura de salarios bajos, escasa formación y mínima experiencia exportadora.

En resumen, la inercia consumista y el recurso al crédito fácil, la escasa formación entre la población y el empresariado, en media, y sobre todo la poca capacidad de nuestro sistema financiero, unido a la nula capacidad de captación de fondos fuera, pueden hacer inviable este objetivo.

No hay que olvidar que este modelo implicaría una reducción del peso del consumo interno, un fuerte aumento de la inversión privada y pública y una propensión a la exportación creciente. Nada de esto se podrá conseguir mediante una norma interna, que además nace sin consenso político, ni empresarial y, desgraciadamente, con un gran escepticismo e indiferencia social.

Alejandro Inurrieta. Concejal socialista del Ayuntamiento de Madrid

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