Hamlet y los Presupuestos
Las previsiones sobre la economía española publicadas en las últimas semanas no avalan una visión optimista para el próximo año. Cobran así un mayor interés los pronósticos en que se base el proyecto de Presupuestos del Estado para 2010 (PGE), máxime si recordamos que durante los últimos ejercicios las conjeturas gubernamentales pecaron de un irresponsable optimismo. Además, en esta ocasión la necesidad de enmarcar las cuentas públicas en el marco del cumplimiento en 2012 del Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la UE, alcanzando ese año un déficit público del 3%, refuerza la relevancia de las medidas que el Gobierno propondrá en su próximo PGE.
Cuando escribo estas líneas desconozco las previsiones del Gobierno pero los objetivos de estabilidad presupuestaria 2010-2012 presentados el pasado mes de junio acrecientan mi sospecha de que, una vez más, el optimismo antropológico caracterizará las propuestas del Ejecutivo. Me explico. Los crecimientos del PIB real anunciados comienzan con sendos descensos este año y el próximo (-3,6% y -0,3%, respectivamente) para recuperarse en 2011 y 2012 (1,8% y 2,7%). En todo caso ello supone una evolución por debajo del producto potencial de nuestra economía con el consiguiente efecto, entre otros, sobre ingresos y gastos públicos.
Pero el caso es que las últimas previsiones, tanto de la OCDE como de centros tan prestigiosos como el Instituto Flores de Lemus (IFL) y Funcas, cifran la senda del PIB en el próximo bienio con descensos del orden del 3,8% y el 1,1%, respectivamente. Ello es importante para el comportamiento del déficit público, que según el Gobierno iría reduciéndose desde el 9,5% del PIB este año al 8,4% el próximo, el 5,2% en 2011 y acabaría en el 3% en 2012. Pero el IFL apunta más bien al 11,2% y 9,1% durante 2009-2010 y Funcas, por el contrario, lo estima en un 10,3% este año, elevándolo al 11,2% el próximo.
Es evidente que si realmente el Gobierno quiere llegar a 2012 con un déficit del 3% necesita adoptar medidas drásticas. Puede empezar reduciendo el gasto -y las comunidades y ayuntamientos también- pero, dejando a un lado que esto es impopular, resulta además difícil habida cuenta que en su mayor parte aquél está comprometido y, por lo tanto, será imposible imponer recortes significativos -entendiendo por tales del orden de un punto del PIB anualmente-. Queda por tanto un único camino: elevar los impuestos, que parece ser la vía elegida. Pero el aumento de la carga impositiva debería ser fortísimo y continuado y ello, amén de ser peligroso para los intereses políticos del partido en el poder, lastrarían el débil crecimiento previsible, de tal forma que no se lograrían los ingresos esperados.
El Gobierno, como el héroe de Shakespeare, se encuentra ante un horrible dilema: su negativa, primero, a aceptar la crisis y lo desacertado de las medidas adoptadas para combatirla, después, han tenido como resultado un escenario macroeconómico en el cual un crecimiento muy por debajo de la senda potencial no va a permitir un aumento de los ingresos capaz de ir reduciendo los actuales desequilibrios de las cuentas públicas.
Por el contrario, si se fuerza la carga impositiva que recae sobre una economía tan debilitada como la española hoy en día no saldremos antes de 2012 de un periodo de atonía económica, fuerte desequilibrio exterior, elevado paro, deuda pública creciente y pérdidas de oportunidad para reconvertir la nuestra en una economía competitiva.
En tan difícil situación un Gobierno fuerte debería hacer tres cosas. Primero, adoptar una política fiscal coherente basada en una elevación del IVA e impuestos especiales, reducir simultáneamente otros -impuesto de sociedades y participación empresarial de las cuotas a la Seguridad Social-, al tiempo que elimina erróneas decisiones -donativo de 400 euros, cheque-bebé y desgravación por compra de vivienda- para así reconducir el déficit.
Segundo, aplazar la entrada en vigor de un sistema de financiación autonómica complejo, costoso para la Hacienda central y que sólo servirá para posponer unos pocos años la auténtica descentralización de los tributos y la implantación de un mecanismo claro de nivelación entre comunidades ricas y menos ricas.
Por último, emprender las reformas estructurales que, por mucho que molesten a los sindicatos, unánimemente se reclaman para impulsar el crecimiento y recuperar el ritmo potencial que permita crear empleo en lugar de subvencionar paro.
Raimundo Ortega. Economista