Política fiscal: algo más que cuadrar las cuentas
La clara apuesta del Gobierno por el incremento del gasto público como paliativo de los efectos de la crisis económica en los más desfavorecidos, nos augura una vertiginosa subida de la carga fiscal.
Sin embargo, la cuestión no es tan simple como buscar unos ingresos fiscales que cubran el incremento de los gastos públicos. Buscar el equilibrio en las cuentas o la minimización del déficit es una loable acción de política presupuestaria pero la acción de gobierno debe ir más allá: la política fiscal y la política presupuestaria no son más que meros instrumentos al servicio de la política económica.
En los delicados momentos que nos ha tocado vivir lo más importante es la definición de los objetivos de esa política económica, en tanto que las acciones fiscales y presupuestarias deben supeditarse y coadyuvar a la consecución de dichos objetivos.
Pudiendo estar de acuerdo en que deben detraerse recursos de los económicamente más fuertes para aliviar el empobrecimiento de los más débiles, no podemos olvidar que el fin último de cualquier política económica es la de conseguir una sociedad que genere riqueza suficiente para que el común de los ciudadanos pueda alcanzar unos estándares de vida razonables. La redistribución debe ser de la riqueza, nunca de la miseria.
Por ello, las medidas fiscales que deban tomarse han de perseguir dos objetivos: ayudar a los más débiles, recabando más impuestos de los más fuertes, y estimular la actividad, incentivando aquellas acciones que tiendan a dinamizar y potenciar nuestra economía. Si damos por buenas estas dos premisas, las medidas fiscales que deban tomarse no pueden reducirse a una mera e indiscriminada subida de no se sabe qué impuestos, en un ejercicio de mal contable para cuadrar las cuentas.
Debemos analizar con detenimiento los efectos negativos que en la economía de la nación puedan derivarse -y siempre se derivan- de una subida de impuestos. Deben identificarse claramente qué sectores de la economía o qué parte de la población pueden soportar mejor ese drenaje de recursos, para que el conjunto de la economía se vea menos perjudicada y simétricamente deben determinarse aquellos otros en los que la voracidad recaudatoria pueda terminar en un desastre.
Y de ahí sale el primer aviso para navegantes: la tentación de una subida en los impuestos especiales puede dar al traste con el sector del transporte y perjudicar seriamente nuestra ya maltrecha competitividad con un incremento generalizado de los costes de producción.
De igual manera, un incremento indiscriminado de los impuestos indirectos -IVA- puede tener como efecto una todavía mayor caída de nuestro ya paupérrimo consumo, con el agravante de que dichos impuestos los pagan los consumidores finales, y entre ellos están precisamente aquellos a los que se pretende ayudar. Aquello de los impuestos progresivos y regresivos es una asignatura que, a estas alturas de la carrera, debería estar aprobada.
Si han de tocarse los impuestos indirectos, puesto que de algún sitio tienen que provenir los recursos que reclama el crecimiento del gasto público, tóquense, pero con precisión de cirujano, incidiendo sobre los sectores que puedan soportarlo, o sobre aquellos que, aun resintiéndose particularmente, no arrastren al resto de la economía en su conjunto.
Por el lado de los impuestos directos debe hacerse una distinción en función del origen de las rentas, puesto que, dependiendo del tipo de renta de que se trate, los efectos de un incremento de la carga fiscal pueden tener unas u otras consecuencias.
Respecto a las rentas del trabajo, el margen de maniobra es reducido. A las rentas bajas no se las debe tocar, puesto que bastante hacen con sobrevivir a la crisis. Las rentas medias, extenuados y resignados paganos de los saraos económico-políticos suelen cobrarse venganza en términos electorales. Y las rentas altas ¿conoce usted a alguien que considere que percibe una retribución por trabajo alta? Lo dicho, por la vía de las rentas del trabajo, poquita cosa.
En lo relativo a las rentas del capital, enemigo a batir de la progresía trasnochada -enemigo, por cierto, con el que siempre se pacta y al que siempre se respeta-, ha de tenerse especial cuidado, puesto que entre ellas se encuentran tanto las de las grandes fortunas como las de los escasos ahorros del resto de la población.
Si partimos del hecho de que el trabajo lo genera la inversión y de que ésta proviene del ahorro, debemos preguntarnos ¿es bueno penalizar el ahorro? Suponiendo que, como mal menor, llegásemos a la conclusión de que sí, cabría entonces preguntarse: ¿hay que penalizar por igual a todo el ahorro?
Podríamos apostar por un incremento de la carga fiscal sobre las rentas del capital, pero no de forma lineal, sino de forma escalonada, de forma y manera que se gravasen en mayor medida a las grandes rentas y a las plusvalías meramente especulativas a corto plazo -responsables en gran medida de la crisis financiera-, respetando en la medida de lo posible las rentas del capital de los pequeños ahorradores y las plusvalías a largo plazo, generalmente generadoras de riqueza que contribuyen a la economía en su conjunto.
Y por último, respecto a las rentas provenientes de actividades empresariales y profesionales, ya sea vía IRPF o vía impuesto sobre sociedades, el cuidado debe ser extremo, puesto que como en el cuento, podríamos matar a la gallina de los huevos de oro.
Yo me formulo la siguiente pregunta: ¿podemos esquilmar los escasos recursos de aquellos que están llamados a crear empleo y a regenerar el tejido económico que día a día vemos desaparecer? O, por el contrario, ¿debemos ayudar y estimular a aquellos que cumplen con su cometido económico y que hagan bien sus deberes?
Creo que a nivel empresarial debe mantenerse el actual marco, incrementando la carga fiscal exclusivamente en los resultados financieros netos y en las plusvalías a corto plazo. Por el contrario debiera conformarse una batería de deducciones tendentes a fomentar la inversión en activos fijos nuevos, a la creación de empleo y a la capitalización de las empresas, favoreciendo a la ausencia de distribución de beneficios a corto y medio plazo.
Y como corolario de estas reflexiones podemos argumentar que el gasto público debemos soportarlo entre todos, pero no por igual. Y que las bases del reparto del esfuerzo no deben reducirse a la simple capacidad económica, sino que debe tenerse en cuenta la contribución que cada uno hace, además del esfuerzo fiscal, al bien común.
Javier Gómez Parra. Socio-director de Pedrosa Lagos