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Bernard L. Madoff

El vendedor de humo

El ex presidente del Nasdaq se enfrenta a una posible condena de 150 años por perpetrar la mayor estafa de la historia. El pasado jueves se declaró culpable de todos los cargos.

El vendedor de humo
El vendedor de humoCinco Días

Lo tenía todo: prestigio, dinero e influencias. Era un hombre profundamente respetado en Wall Street. La compañía que fundó generaba -de forma presuntamente legal- unos 1.000 millones de dólares anuales. Su firma, Bernard L. Madoff Investment Securities LLC, llegó a mover el 10% de las transacciones de activos de EE UU. Participó en la creación del índice bursátil Nasdaq, cuya presidencia llegó a ostentar. Su experiencia le convirtió en una especie de gurú para los hombres de negocios. El mismísimo símbolo del éxito en una sociedad que adula a los triunfadores. Todo el mundo quería estar cerca del faraón de los negocios, del King Kong de Wall Street. Hasta hace tres meses.

El 11 de diciembre de 2008, Bernard Leon Madoff (1938, Nueva York) fue detenido por el FBI como presunto autor de un fraude por valor de, como mínimo, 50.000 millones de dólares (39.000 millones de euros). Desde entonces, el nombre del empresario estadounidense se ha convertido en sinónimo de timo, de farsa, de fraude multimillonario. Ha logrado revivir el clima de desconfianza generalizada de los tiempos del caso Enron.

'No puedo expresar cuánto lamento lo que he hecho. Cuando empecé el fraude sabía que lo que hacía estaba mal, y según pasaron los años me fui dando cuenta de que este día llegaría'. Así se disculpó Madoff ante el juez antes de declararse culpable de los 11 cargos que se le imputan, entre ellos fraude, falsedad en documento público y lavado de dinero, y de que le enviaran a prisión. Disculpa insuficiente para las víctimas presentes en la sala, más interesadas en saber dónde está su dinero y en si alguien, como su socio y hermano Peter, le ayudó a robárselo.

Su estafa piramidal, también llamada engaño Ponzi, afectó a miles de inversores de todo el mundo (en España se cobró cerca de 3.000 millones de euros, la mayoría de clientes del Banco Santander). El método es sencillo. Se trata simplemente de pagar los beneficios prometidos a los antiguos inversores con el dinero de los nuevos. El sistema no falla hasta que los clientes solicitan la devolución de sus fondos, que es precisamente lo que pasó. Uno de los requisitos imprescindibles para que el timo funcione es, por tanto, que se incorporen continuamente nuevos inversores. Algo que Madoff consiguió sirviéndose de su reputación. Su éxito fue tal que rechazó a varios millonarios interesados en invertir. Sólo se podía entrar en el selecto grupo de los elegidos por invitación expresa.

El prestigio de Madoff fue, pues, la clave del negocio, el gancho del timo. Y eso le encantaba. Le gustaba que la gente rica contase con él, que le adulasen, que le desearan. 'Era algo que le ennoblecía', cuenta un amigo suyo en el New York Magazine.

Pero lo que no se le puede reprochar a Bernie es que se ganó su reputación a pulso. Madoff se hizo a sí mismo. Fundó su compañía en 1960 con los ahorros de su trabajo como vigilante de la playa. En los años 80, antes de que, según declaró al juez, iniciase su ya histórica estafa, había hecho de su empresa una de las mayores operadoras independientes en la industria de las securities, revolucionando de paso el modo de intercambiar activos -fue el primero en apostar por los ordenadores-. Consiguió que la gente le confiase sus ahorros, especialmente la comunidad judía, que saldría luego especialmente perjudicada por la trama -el premio Nobel de la Paz Elie Wiesel, cuya fundación perdió 10 millones de dólares en la estafa piramidal, considera que 'psicópata es un término demasiado amable para calificar a Madoff'-. Su sello personal: ofrecer una rentabilidad superior al 10%, con independencia del comportamiento de los mercados. Así se ganó el apodo del bono judío.

Una de las facetas de Madoff que más sorprendieron cuando se destapó su conjura es la frialdad con la que mantuvo las apariencias durante tantos años. Su imagen era la de un respetable hombre del establishment estadounidense, la de un rico filántropo. Trajes caros, reloj de oro; actitud sosegada y firme, revestida de la autoridad de quien se sabe maestro de la profesión. Causa estupor verle en las conferencias que pronunciaba hasta poco antes de su detención. No le temblaba el pulso al hablar sobre los futuros desafíos del mercado de valores, sabiendo que al mismo tiempo estaba timando miles de millones de dólares. Aunque al final se desmoronó y se lo contó a sus hijos, que dieron la alerta al FBI.

Pero a Madoff siempre se le recordará por la naturaleza de sus víctimas. Fueron las grandes fortunas en vez de la gente humilde las que sufrieron la catástrofe. Entre ellas celebridades de la talla del director de cine Steven Spielberg o del ex gobernador de Nueva York Eliot Spitzer. La blogosfera se inundó de comentarios congratulándose de que la codicia hiciera que los ricos lo fueran menos. Ninguno de ellos se preguntó dónde estaba su dinero o cómo conseguía su Mesías tan alta rentabilidad hasta que explotó el caso. Y entonces ya era demasiado tarde. Creían que estaban consiguiendo duros a cuatro pesetas, cuando en realidad estaban comprando humo. Eso sí, humo glamouroso.

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