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Columna
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Cambio demográfico y crisis económica

El Instituto Nacional de Estadística acaba de hacer públicos los datos sobre población correspondientes al padrón de 2008. La cifra que arroja dicha fuente es 46,2 millones de habitantes, casi seis más que en 1998, año en que aún faltaban unas pocas decenas de miles de españoles para alcanzar la mítica cifra de los 40 millones. Nuestra tasa de crecimiento, pues, es una de las mal altas de la Unión Europea; diez años atrás era una de las más bajas.

El número de extranjeros era en 1998 de 637.000; actualmente alcanza los 5,3 millones. Su porcentaje ha pasado de un modesto 1,3% de la población española al 11,2% actual. Al igual que el crecimiento demográfico, España ha dejado de ser uno los países con la tasa de inmigración extranjera más baja de la Unión Europea para convertirse en uno de los que presenta los valores más altos y el ritmo de crecimiento más fuerte.

La población potencialmente activa (16 a 64 años) ha pasado de los 26,8 millones en 1998 a los 31,4 millones, casi cinco millones más; una década después, merced a la población extranjera, ligada mayoritariamente a la inmigración laboral, se ha multiplicado por diez en estas mismas edades (representaba el 1,8% en 1998 y el 13,4% en la actualidad).

En relación a la población dependiente, el grupo de 65 y más años ha crecido en casi un millón de personas, pasando de los 6,4 millones en 1998 a los 7,37 millones en la actualidad, de los cuales tan sólo un 3,3% (en este caso de origen europeo occidental y ligado al turismo residencial) es extranjera. Por su parte, el grupo de población de menos de 15 años, que representa nuestro futuro a medio plazo, presenta en la actualidad valores semejantes a los de 1998: 6,5 millones entonces, 7,1 millones ahora, de los cuales el 11,4% son extranjeros.

El cuadro de mando de la población española actual es consecuencia de cuatro fenómenos. El primero es el crecimiento desequilibrado y desigual por grandes grupos de edad: ha crecido moderadamente el grupo de jóvenes (y hubiera decrecido si no es por la población extranjera, estancado el de jóvenes) y se ha incrementado la población potencialmente activa en casi un 20%.

El segundo fenómeno es el envejecimiento progresivo de la población española, tanto por la base de la pirámide (caída de la fecundidad) como por la cúspide (alargamiento de la esperanza de vida). Dicho proceso se inicia a finales de los setenta, se acelera en los ochenta y noventa y sólo parcialmente se frena, merced de nuevo a la inmigración extranjera, en esta última década.

El tercer fenómeno cabe relacionarse con la dependencia creciente, tanto demográfica como económica y social, de la inmigración extranjera: la fecundidad se ha recuperada gracias a la aportación de las madres extranjeras (a pesar de lo cual continúa estancada en valores que están lejos, muy lejos, de los niveles de reemplazo generacional) y el mercado laboral potencial se presenta muy desarrollado, merced también a la importancia de la inmigración exterior.

El cuarto fenómeno es lo que alguna vez hemos definido como el paso cambiado con Europa. Los procesos demográficos de los países de la Europa central y septentrional ha sido en las últimas décadas distinto al español (también al de los otros países mediterráneos). Cuando aquellos países prestaban las tasas de fecundidad bajas o muy bajas, nuestro país las presentaba altas o muy altas (tal ocurrió entre 1960 y 1980), cuando ellos recuperan su fecundidad y frenan su proceso de envejecimiento por la base de la pirámide, en España la fecundidad descendió hasta niveles próximos al 50% del índice de reemplazo y aceleramos nuestro proceso de envejecimiento tanto por la base (caída sostenida de la fecundidad), como por la cúspide (incremento a de la esperanza de vida), como ocurrió entre 1980 y 2000.

Los cambios demográficos han tenido lugar a lo largo de una década singularmente dinámica, tanto desde la perspectiva económica como demográfica, pero es ahora en este momento de crisis, de incertidumbre económica y financiera cuando nuestro país ha de hacer frente a sus consecuencias laborales y asistenciales, en un contexto económico caracterizado por la recesión económica y un déficit público creciente, y además en un contexto global poco favorable.

A lo largo de la ultima década, en España la demografía ha sido la aliada perfecta de la economía, favoreciéndola de forma manifiesta: nuestro país se ha beneficiado del dividendo demográfico que la inmigración extranjera y la menor dependencia de la población joven suponían.

Actualmente, sin embargo, no puede beneficiar de igual manera la economía a la demografía: la caída de la actividad, el aumento del paro (los 3,2 millones de parados -colectivo este por primera vez en nuestra historia mayoritariamente masculino- pueden superar los 4 millones a finales de este año), la presión en el mercado laboral de la inmigración extranjera (poco más de 20.000 inmigrantes regularizados se han acogido hasta el momento a las generosas medidas que para favorecer el retorno ha propugnado el Gobierno), el incremento de los gastos de la Seguridad Social (pensiones, subsidios de desempleo...) no son los mejores aliados y generarán negativos efectos demográficos a corto plazo.

Sin duda, los ciclos demográficos y los ciclos económicos presentan tempus y ritmos diferentes. Históricamente siempre ha sido así. La singularidad del momento actual es que en él han coincidido y se han sumado los efectos más negativos de ambos. La demografía cabe ser explicada por la economía (la población es una variable dependiente), pero hoy y aquí puede invertirse la relación y si tal ocurre y hacemos dependiente a nuestra economía de una demografía tan singular como la española nuestro futuro a medio plazo no puede ser calificado sino de incierto.

Pedro Reques Velasco. Catedrático de Geografía Humana y director del Departamento de Geografía, Urbanismo y Ordenación del Territorio de la Universidad de Cantabria

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