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La opinión del experto

Julio César y cómo afrontar una crisis

Javier Fernández Aguado diferencia entre mitos y metáforas, dos figuras literarias que utilizan constantemente los directivos para explicar sus avatares de empresa.

Desde hace tiempo, planteo que mitos y metáforas son dos elementos primordiales a la hora de tomar decisiones personales y organizativas. Un mito es una narración que pretende explicar una realidad con el objetivo de provocar determinados comportamientos en quien asume la fábula. Una metáfora es una figura literaria mediante la cual, al emplear una expresión, se pretende establecer un símil con otra realidad no directamente expresada.

Todos los directivos emplean, explícita o implícitamente, mitos y metáforas. Al narrar las conquistas de Hernán Cortés, por ejemplo, se habla de los pocos cientos de españoles que le acompañaban, soslayando casi siempre la presencia de los 100.000 tlaxcaltecas sin los cuales hubiera resultado inviable retomar la capital azteca tras la Noche Triste. A ese mito de los españoles incansables va unida la metáfora de los dioses que retornan a su patria.

Los mitos pueden ser buenos o inicuos. En épocas recientes, los mitos de la Revolución Cultural o el Gran Salto Adelante implicaron el asesinato sistemático de millones de personas en la China comunista de Mao; el Reich de los Mil Años trataba de dar cobertura a los crímenes del régimen nazi. Las metáforas, que ambos regímenes compartieron en buena medida, mucho tienen que ver con lo que Aristóteles denominaba la causa formal. El modelo que empleará una organización para alcanzar el fin propuesto con el mito. En momentos de profunda crisis como el actual resulta particularmente importante disponer de buenos mitos y diseñar adecuadas metáforas. Si no se selecciona bien, se corre el riesgo de conducir a un colectivo a un túnel aún más profundo. Así, por ejemplo, negar la gravedad de la situación empleando un ciego optimismo sería tan dañino como un pesimismo redomado, incapaz de columbrar salidas a la oscuridad.

Julio César fue un maestro en el empleo de mitos y metáforas a lo largo de su ajetreada existencia. Quisiera referirme al mencionado cruce del Rubicón. Como es sabido, el 7 de enero del año 49 adC, los senadores confabularon contra el triunfante general de las Galias. Se lee en la guerra civil: 'En los únicos cinco días en los cuales fue posible reunir al Senado desde la entrada en funciones de Léntulo, fueron tomadas las decisiones más graves sobre los poderes de César y sobre los tribunos de la plebe'.

Julio César, desde Ravena, envío por delante a algunas cohortes hacia el Rubicón, con el propósito de preparar su respuesta. Trataba de despistar a los posibles espías para que no informaran a Roma sobre sus planes. Así, los días anteriores al ataque acudió al teatro, destinó tiempo a estudiar la construcción de un edificio para escuela de gladiadores y, en la velada anterior a su día D (12 de enero del 49 adC), organizó un banquete. Llegada la noche, simulando retirarse a descansar, en una carreta tirada por dos mulos se dirigió hacia el lugar donde le esperaban sus legionarios. Equivocado el sendero, sólo al alba encontró a alguien capaz de orientarle. Al cabo, llegó al Rubicón, a pie. Sus cohortes le aguardaban desde hacía horas.

En esa situación de crisis, como recoge Plutarco: 'Evaluaba con sus directos colaboradores e intentaba prever las consecuencias que el paso de aquel río podía tener para todos. Durante largo tiempo sopesó los pros y los contras con sus amigos'. En esa circunstancia de grave incertidumbre se acercó un hombre de gran estatura. Sentado junto a aquel grupo de desconcertados dirigentes, comenzó a tocar la flauta. Luego, tomó una trompeta de uno de los soldados y, haciendo sonar la señal de batalla, se lanzó a cruzar el río. Ahí exclamó César: 'Vayamos adonde nos llaman los prodigios de los dioses y la injusticia de los adversarios. ¡El dado está lanzado!'.

El sorprendente prodigio fue un montaje: se trató de la creación de un mito para que las legiones se lanzaran con valor hacia la guerra civil que estaba a punto de comenzar. No había resultado demasiado complicado, entre todos los prisioneros galos, convencer a uno de que realizara lo que se le indicaba. César había desarrollado su estrategia de motivación basándose en lo realizado por Pisístrato tiempo atrás, en el 599 adC. Ese orador griego, sirviéndose de su popularidad, formó el grupo de los diakrioi o hyperakrioi, compuesto por gente humilde, que aspiraba a reformas radicales. Tras su primer periodo de dictadura, de escasa duración, regresó para reinstaurar una segunda tiranía. Colocó a una mujer originaria de Tracia, 'bella y de destacada estatura', según Homero, y la hizo pasar por la diosa Atenea, como si ésta lo trajese de nuevo a la ciudad. César conocía aquella historia y se inspiró en aquel simulacro para diseñar uno en su propio beneficio.

De la evolución y resultado de la guerra civil todo el mundo sabe: César trataba de convertirse en un dictador democrático y, para ello, desencadenó una conflagración que implicaría la muerte de decenas de miles de romanos. Los combates duraron cuatro años e implicaron batallas desde Grecia a Egipto o Hispania. Al final, poco después de regresar a Roma, y cuando se disponía a poner de nuevo proa hacia el ponto, César sería asesinado. Como si el mito del emperador romano vengativo se renovase, cayó a los pies de Pompeyo, quien tras amigo y colega había pasado a ser el mayor de sus enemigos. César fue un gran gestor del mito y también de la metáfora, pues señaló con gran claridad el modelo al que quería llegar. Para mostrarlo se separó siempre de lo que Sila había implantado. Sólo el fuego amigo impidió la realización de sus sueños.

Javier Fernández Aguado. Socio director de MindValue

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