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Tribuna
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Una reforma concursal necesaria

La legislación concursal vigente en la actualidad es una normativa de elevada calidad técnica que contiene numerosos aspectos dignos de elogio, entre los que debe destacarse la eliminación de esa lacra histórica que constituía la institución, tan española, de la retroacción absoluta de la quiebra.

La retroacción absoluta de la quiebra amenazaba con la posibilidad de declarar nulos todos los negocios jurídicos realizados por el quebrado en un periodo no concretado por el legislador y que debía ser fijado por el juez competente en cada caso. Por ello, su desaparición, para ser sustituida por el régimen de las acciones de rescisión del artículo 71 de la Ley Concursal, es un claro activo de la nueva norma.

Sin embargo, y a pesar de sus cualidades, la Ley Concursal presenta algunas dificultades en su aplicación práctica.

La primera de ellas es que se trata de una norma muy reciente -se promulgó en 2003-, por lo que, en un momento en que ha aumentado de forma exponencial el número de concursos en tramitación, no contamos con una interpretación jurisprudencial asentada de buena parte de las cuestiones reguladas en ella y necesitadas de aclaración.

La segunda dificultad reside en la sobrecarga de trabajo que soportan en estos momentos los juzgados de lo mercantil, que son los órganos encargados de la aplicación de la nueva ley y que desde su creación se han revelado como órganos muy adecuados y seriamente comprometidos con la calidad en la administración de justicia.

Ello explica que mecanismos tan positivos, a priori, como el del convenio anticipado, diseñado por el legislador como un instrumento eficaz para permitir la continuidad de la empresa en dificultades transitorias, tengan en la práctica escasas posibilidades de cumplir adecuadamente su misión.

El resultado de todo lo anterior es que, en contra de las expectativas originales de la nueva ley, una amplia mayoría de los procesos concursales concluye con la liquidación de las empresas concursadas.

Aunque ello no fuera así, el efecto estigmatizador del concurso no puede ser despreciado. Desde el mismo momento de la presentación de su solicitud, el concurso queda en una situación de sospecha en el tráfico económico, especialmente si se prolonga en el tiempo.

En este contexto, el mecanismo más eficaz de respuesta frente a las dificultades de las empresas españolas es que las entidades de crédito traten de anticiparse a las situaciones de insolvencia de sus deudores, llegando con ellos a convenios y acuerdos bilaterales o multilaterales (en ocasiones, con muchas entidades financieras participantes) que permitan su refinanciación para dar continuidad a su actividad económica.

Ello constituye, sin duda, una contribución muy relevante de las entidades de crédito al sostenimiento de la actividad económica en España, a la continuidad de las empresas y al mantenimiento de los puestos de trabajo.

Sin embargo, las entidades de crédito necesitan que esos acuerdos o convenios previos al concurso gocen del mayor grado posible de seguridad jurídica.

Las entidades están obligadas a gestionar el riesgo de crédito, en particular en el caso de empresas en dificultades, pero debería minimizarse su riesgo legal.

En este sentido, determinadas interpretaciones del artículo 71 de la Ley Concursal (y no tanto el propio precepto) introducen un riesgo inaceptable para la conclusión de esos acuerdos o convenios preconcursales.

Ese mismo riesgo lo padecen, a mi juicio, la Agencia Estatal de Administración Tributaria o la Seguridad Social cuando, en su intento de contribuir a la continuidad de las empresas, convienen con ellas aplazamientos de pago de los tributos o de sus obligaciones sociales.

En definitiva, los acreedores principales y, entre ellos, las entidades de crédito, se encuentran en la mejor disposición para tratar de ayudar a las empresas viables y solventes que atraviesen situaciones transitorias de dificultad, pero necesitan mejorar la seguridad jurídica de los acuerdos y convenios que suscriben con esas empresas. Todo ello sin perjudicar, por supuesto, los derechos de otros acreedores, tales como los trabajadores.

Algo similar puede decirse del injustificado tratamiento que una interpretación literalista de la ley puede otorgar a los créditos cuando existe un fiador vinculado con el deudor principal (caso muy habitual en la financiación de la pyme). La subordinación de sus créditos no es una respuesta justa a quien proporciona financiación a una empresa. Es otro asunto sobre el que debería actuarse de manera rápida y decidida.

No se puede esperar a la existencia de criterios jurisprudenciales que puedan proporcionar esa seguridad. En el presente contexto, sería oportuno que el legislador anticipase esos criterios seguros y razonables de interpretación al objeto de respaldar a los acreedores comprometidos en la continuidad de las empresas. Y, de ser posible, debería hacerlo no a través de una reforma concursal al uso, sometida a un dilatado procedimiento de tramitación, sino que las medidas deberían ser inmediatas, al objeto de permitir la viabilidad de cientos de empresas que hoy están ya en situación comprometida.

No me cabe duda de que, en ese marco de razonable de seguridad jurídica, los acreedores y, muy en particular, las entidades de crédito estarán a la altura de las circunstancias.

Francisco Uría Fernández. Vicesecretario general de la Asociación Española de la Banca (AEB)

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