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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El coste económico del 'plan Paulson'

Estados Unidos tendrá el respaldo político, si es que lo necesitaba, del resto de las economías para aplicar su plan de rescate del sistema financiero. Pero no tendrá una réplica similar en cada una de las economías del G-7, y menos tras anunciar el fin de semana el propio secretario norteamericano del Tesoro que la agencia que se hará cargo de los fallidos y activos infectados comprará también los adquiridos por los bancos extranjeros. No obstante, el polo europeo del librecambio y la desregulación, el Reino Unido, ya ha puesto dinero público a disposición del sistema financiero para neutralizar los efectos perversos de la crisis cuando intervino el Northern Rock. Además, la semana pasada utilizó toda su influencia para que Lloyds TSB absorbiera a un desahuciado Halifax Bank of Scotland. Y llegado el momento a pocos le quedan dudas de que ninguno de los Gobiernos asiático o europeo esquivará la suprema responsabilidad de intervenir para evitar la caída de un banco y desencadenar un efecto dominó que destruya todo el sistema.

No hay una cuantificación ni aproximada del coste del plan Paulson, más allá de las barajadas por algunos senadores que oyeron su exposición, y que la sitúan nunca por debajo de los 500.000 millones de dólares. Pero la expresión 'cientos de miles de millones' todo el mundo la tradujo como 'el dinero que haga falta', en el que debe contabilizarse también la nada desdeñable bolsa gastada ya en el rescate de las hipotecarias semipúblicas, el salvamento de la primera aseguradora del mundo (AIG) y de las aseguradoras de bonos municipales (monolines), el dinero despachado para hacer atractiva la compra de Bear Stearns o el coste de pueda derivarse de colaterales admitidos en las financiaciones de la Reserva Federal y que no sean ejecutables.

Pero el coste para Estados Unidos del plan del Tesoro va más allá de su arqueo presupuestario, y numerosas voces ya han alertado del desgaste que sufrirá la economía de EE UU a medio y largo plazo con este programa de salvamento. Pasar de un déficit fiscal de 400.000 millones de dólares como el actual a un desajuste de más de un billón de dólares en un solo ejercicio hay pocas economías que lo aguanten sin reacciones contraproducentes. La emisión de deuda para costear las compras de activos deberá hacerse a un precio razonable para atraer el capital extranjero, con el consiguiente incremento de los tipos de interés y apreciación de la divisa, en un contexto de déficit exterior notable. A largo plazo, por contra, bien podría traducirse en una depreciación del billete verde como mecanismo forzado para equilibrar sus cuentas.

Pero si las consecuencias económicas del plan son una incógnita, Paulson y Bush tenían pocas alternativas. Los riesgos de no haber hecho nada y dejar a la selección natural la solución habrían sido mayores. La cultura económica americana es liberal y ha profanado su propio credo. Pero su carácter pro activo es la mejor garantía de que sacará a la economía de la crisis, a la suya y, por simpatía, a las demás. Pero las demás no pueden cruzarse de brazos. Cada país debe endurecer el tono de exigencia con sus agentes financieros y colaborar en la normalización de la confianza, activo sin el cual nada volverá a ser como antes.

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