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Una economía más fuerte, pero con menos instrumentos de salvamento

Una legión de analistas económicos ha caído en la trampa de los políticos que consideran que la economía española está mejor preparada ahora que en los noventa para soportar una crisis severa. Y tal cosa no es cierta: ha quemado los cartuchos que en el pasado la sacaron del marasmo: bajada de tipos, del coste del despido y del IRPF. Y la peseta, a la que nos encomendábamos cercenando su valor y nuestra riqueza, ha muerto.

La española es una economía más sólida cuantitativamente: tiene una población ocupada de veinte millones de personas, una tasa de asalarización muy superior a la de 1992, unas cuentas públicas saneadas si no contabilizamos la ingente cantidad de partidas excluidas del presupuesto para pasar el filtro laso de Bruselas, una red de infraestructuras aceptable, una docena de empresas acertada y exitosamente internacionalizadas, etc. Lógicamente para alcanzar tales excelencias en los últimos años la población española ha abandonado el rigor del ahorro y se ha embarcado en unas niveles de endeudamiento espeluznantes (más del 130% de la renta bruta disponible), para adquirir las casas que, en buena medida, no necesita, y que están pasando crecientes facturas con el endurecimiento de la política monetaria en Europa.

Pero una economía no es más consistente que otra por tener unas cuantas variables más saneadas. Debe disponer también de los instrumentos precisos y asequibles para hacer frente a las situaciones críticas y superarlas con solvencia. Y ahí está la diferencia: España no dispone de la misma capacidad de reacción que en 1993 y siguientes para superar las dificultades.

Veamos. Para combatir los daños de la crisis de los noventa, que se había llevado por delante casi un millón de empleos y había colocado la tasa de desempleo muy cerquita del 25% (si, si, ha leído bien: 25%), los sucesivos gobiernos de España, con distinta intensidad, echaron manos de una bajada brutal del coste de financiación (tipos de interés), del precio del despido de los trabajadores, y del coste impositivo, y que conjuntamente revolucionaron la estructura de costes de las empresas y de los particulares, desahogando sus finanzas y liberando recursos para nuevas inversiones.

Los tipos de interés estaban en el 17% (también ha leído bien: 17%) para aliviar con una divisa sobrevalorada la insoportable situación de la balanza de pagos. Pero en no más de tres o cuatro años el precio del dinero descendió al 4%, tras articular políticas rigurosas de control de gasto público y reducción de una inflación desbocada.

El coste del despido estaba anclado en 45 días por año con un pago máximo de hasta 42 mensualidades. Era libre, como ha sido siempre, pero caro como en ningún sitio serio de una Europa abierta y competitiva. Primero en enero de 1994 se redujo la indemnización a 20 días por año con un máximo de 12 mensualidades en caso de ajustes limitados de plantilla siempre que mediasen circunstancias económicas que pusiesen contra las cuerdas las finanzas de la empresa. Pero dado que no tuvo un éxito notable la iniciativa del Gobierno de González, en 1997, mediante pacto de sindicatos y patronal, y con la venia del Gobierno de Aznar, se redujo a 33% con máximo de 24 mensualidades el coste de indemnización para despidos de jóvenes de nueva contratación fija.

Además, el tipo máximo marginal del Impuesto sobre la Renta era en España del 56%, un auténtico estímulo para el trabajo, cuyo rendimiento beneficiaba más al fisco que a los asalariados. Co n sucesivas reformas tal presión fiscal se redujo a cotas más razonables, y se desfiscalizaron las rentas salariales más bajas, convirtiéndose ambas cosas en un estímulo fiscal al empleo por cuenta ajena, puesto que mejoraba la renta del trabajador y el margen del empleador.

Pero el instrumento que se había convertido en estabilizador de las crisis en España en el pasado, cual era la peseta y su insoportable propensión a la devaluación, seguía siendo la tabla que evitaba los naufragios cuando la enfermiza tendencia a generar inflación destruía la capacidad competitiva de la economía y se cebaba con el empleo.

Pero hoy no hay nada de todo esto. No hay peseta (qué alivio); no hay gran margen de bajada de tipos de interés, y desde luego no de una reducción de 1º puntos nominales; no hay posibilidad sin riesgo severo de conflictividad de bajar los costes del despido; y hay una posibilidad limitada de bajar los impuestos personales. Hay soluciones, pero desde luego no son las de los noventa y no tendrán los mismos efectos. Habrá que buscar otros con más imaginación, porque esos cartuchos están quemados ya.

Somos más fuertes, pero menos tenemos menos recursos de flexibilidad.

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