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Columna
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'Spanish management'

Estamos en un momento del ciclo económico en el que comienzan a alzarse muchas voces sobre la necesidad de un cambio de modelo de producción en la economía española. Después de más de quince años de crecimiento ininterrumpido, hemos entrado en una fase bajista que se prevé dure al menos dos o tres años.

Sin embargo, el debate abierto, como casi siempre, es superficial e interesado. En estos momentos, en los que el sector que más ha contribuido al crecimiento, y sus subsectores auxiliares, en los últimos años están en crisis, se está intentando socializar las pérdidas y transmitir que el problema esencial radica en la falta de apoyo institucional.

Este ejemplo, como otros en otras fases de nuestra historia económica, pone de manifiesto que todavía no hemos superado la idea del capitalismo industrial. El capital industrial que emergió en el siglo XIX dio lugar al nacimiento de las grandes corporaciones industriales cuyo activo principal era el capital monetario que se invertía en la compra de los factores clásicos de producción con los que fabricar bienes y servicios.

La sociedad española no valora el capital intelectual y por ello las empresas y los políticos tampoco

El factor trabajo era, y es, fácilmente reemplazable pues los modelos de negocio no requería, ni requieren, personas con habilidades específicas. Por tanto, el trabajo no proporcionaba, ni proporciona, ventajas competitivas a la economía española.

Visto esto, España que ya perdió el tren de la revolución industrial, puede estar perdiendo también el de la revolución del capital intelectual. Muchas empresas españolas, y administraciones públicas, reniegan del talento y del conocimiento prefiriendo mantener los códigos sagrados que la mediana de las empresas españolas aplican: bajos salarios, jornadas presenciales anormalmente largas, dirección jerarquizada y desprecio por el talento y el trabajador crítico.

La consecuencia de todo esto es que el diagnóstico de los males de la economía española, desde mi punto de vista, son erróneos. Siendo cierto que adolecemos de falta de inversión en capital tecnológico, no es menos cierto que desde todas las cúpulas organizativas de este país, públicas y privadas, se desprecia a los mejores, lo que conlleva la deslocalización cada vez más intensa del capital intelectual. Es indudable que este capital intangible, dada la dimensión, las condiciones de concurrencia y los retos competitivos que plantean en la actualidad los mercados, ha pasado a ser considerado y ser tratado como un elemento vital para asegurar el éxito y supervivencia a largo plazo de las organizaciones. La miopía empresarial y política para no cuidar y fomentar este tipo de capital radica en la falta de modelos de medición objetiva del mismo. Por un lado, sabemos que si la información financiera de una empresa recogiera toda la información relevante y necesaria, el valor en libros igualaría a su valor de mercado en un mercado de capitales eficiente en sentido semifuerte. En la práctica, la medida más fiable que tenemos del valor de una empresa es el valor contable de sus recursos tangibles. Por otro lado, en la economía del conocimiento, el valor contable representa cada vez menos el valor de mercado debido a que éste deriva de diferentes formas de capital intelectual, derechos de propiedad intelectual, capital relacional y capital humano. En esencia, parafraseando a Jevons, 'es necio quien confunde valor con precio'.

Estos avances en la medición y el cuidado del capital intelectual están fuera del debate y de la acción política y empresarial en España. Podríamos poner varios ejemplos. Comencemos por la mofa y el escarnio público que sufren diariamente nuestros creadores cuando defienden el pago de los derechos de autor. Esto se refleja también en el escaso interés por el desarrollo de la cultura que tienen los responsables públicos, lo que nos lleva a despreciar a casi un 3% del PIB que supone la actividad cultural. Cuando se habla de un nuevo modelo de desarrollo nunca se escucha a los mandatarios económicos o industriales citar a la cultura, donde se incluye el idioma, como revulsivo de nuestra economía. Si esto fuera poco, el nombramiento de ciertos portavoces del partido en el Gobierno en el área de cultura en el Parlamento también señalizan la importancia que se da a ésta.

Podríamos seguir hablando de médicos, investigadores, científicos o docentes. En cualquier país son mejor reconocidos, social y económicamente que aquí. La sociedad española no valora, ni reconoce el capital intelectual, y por ello las empresas y los políticos tampoco. Un ejemplo plausible es cómo se forman los equipos gubernamentales. Los criterios de excelencia, experiencia e intelectualidad quedan fuera para preservar los de amistad o afinidad política. Cuantos funcionarios y no funcionarios excelentes habrán sido destituidos en estos días, probablemente muchos, pero la sociedad no se inmuta, pues hay que ir a la Cibeles o visualizar el pasillo del Barcelona.

En resumen, abramos los ojos y entendamos donde está el verdadero problema. Sin capital intelectual, la inversión monetaria se despilfarrará, aunque políticamente se salvarán los debates y algunas elecciones. Reduzcamos la varianza salarial y de valoración social entre un futbolista y un científico o creador. Eso sí que es política de progreso.

Alejandro Inurrieta. Economista

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