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Columna
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Así será, si así lo queréis

Los últimos datos de la economía española han puesto de relieve lo que era un lugar común entre los analistas desde hace meses: la desaceleración es ya un hecho. Las nuevas previsiones de crecimiento del Gobierno para 2008, en el entorno del 2,3%, la importante moderación que se espera en las cifras oficiales del PIB del primer trimestre y, en especial, los últimos resultados de la encuesta de población activa indican con claridad que nuestra economía ha entrado en una fase nueva, de avances más moderados que la anterior. Y en la que, previsiblemente, nos vamos a instalar un cierto tiempo.

En este contexto, sorprenden tanto la unanimidad respecto del diagnóstico de la situación actual como, en especial, sobre las razones de esa brusca desaceleración. De hecho, los problemas del sector inmobiliario, con la notable reducción en transacciones y viviendas iniciadas, la acumulación de stocks y el alargamiento de los periodos de venta aparecen como la causa, y la consecuencia, del proceso en curso.

Aunque comparto parcialmente este balance, quisiera introducir algunas reflexiones adicionales sobre esa coincidencia en la que nos hemos instalado y sobre la forma en que se ha construido. En el pasado verano, un conjunto de la prensa española, bastante amplio todo hay que decirlo, ofrecía un balance en el que los problemas de las hipotecas subprime de EE UU, los del Northern Rock británico y los achaques de nuestro sector inmobiliario aparecían como expresiones de una misma crisis que, finalmente, nos había alcanzado.

Aquel análisis pecaba de catastrofista y de falta de rigor, mezclando sin orden ni concierto los problemas exteriores con los derivados de nuestra propia desaceleración. Además, ese diagnóstico tendió a enfatizar sus aspectos más sombríos a medida que se acercaba el periodo electoral. Y a la crisis inmobiliaria se sumó la restricción del crédito en Europa, la inevitabilidad de la recesión americana o las alzas mundiales del petróleo y los alimentos, ofreciendo un diagnóstico sobre el futuro nada optimista.

Las opiniones más o menos fundadas acaban teniendo su impacto. Y aquel trasfondo catastrofista consiguió parcialmente sus objetivos. De esta forma, la importante caída de la confianza de los consumidores, generada por aquella opinión, fue la antesala a la brusca reducción del crecimiento de los últimos meses. Y una parte no menor del retraimiento en el consumo y en el mercado inmobiliario que hoy se observa hay que atribuirlos a esa brusca alteración de las expectativas. En síntesis, una profecía autocumplida.

Pasado el periodo electoral, la desaceleración se ha hecho evidente con la retahíla de datos a los que antes hacía referencia: aumento del paro, destrucción de empleo en la construcción, reducción de la renta familiar por el crecimiento de los precios al consumo, frenada de la venta de viviendas… Pero ahora, aquellos que se habían resistido a aceptar un análisis en el que todo se mezclaba y en el todo valía, parecen haber bajado los brazos y, con honrosas excepciones, se han entregado a una visión que sobredimensiona la desaceleración en curso y niega la inevitabilidad del ajuste en el que estamos inmersos.

Porque veamos que es lo nuevo en el escenario de hoy. Que la construcción residencial tenía que expulsar empleo era por todos sabido: el empleo en el sector representa más del 13% del total, muy por encima del 9% de media histórica.

Que el inicio de nuevas viviendas había de caer con fuerza, tras los abusos anteriores, también era del todo evidente: en 2006 se comenzaron más de 800.000 viviendas, más que Italia, Francia y Alemania en conjunto.

Que el crédito a la construcción tenía que moderarse no era ni discutible, tras aumentar a tasas anuales cercanas al 20% de promedio. O que la deuda de los hogares no podía crecer más, cuando ha alcanzado ya el 140% de la renta disponible, valores similares a los de las familias de EE UU o Gran Bretaña, tampoco podía cuestionarse.

Si la desaceleración de la construcción era previsible, ¿por qué esos lamentos? Y, sobre todo, ¿por qué ese pánico a un ajuste deseable, necesario y del todo inevitable? Deseable y necesario, porque un país como el nuestro no puede estar endeudándose con el exterior a razón de un 10% de su PIB por año. Inevitable, porque cuando los balances de hogares y empresas se cargan de deuda, el ajuste hacia valores aceptables en el medio plazo no puede prolongarse mucho tiempo. Y ello porque no hay país, o situación histórica, en la que la deuda haya crecido sistemáticamente por encima de la renta.

Por todo ello, no deja de sorprender que al coro de los catastrofistas preelectorales se haya sumado, ahora, el de aquellos que habían sostenido visiones más matizadas. Quizás su optimismo anterior se basaba en análisis poco fundados.

Pero, sea por la razón que sea, de nuevo vuelven a mezclarse churras con merinas. Y el alza de los precios de los alimentos y la energía mundiales se pone en el mismo saco que la crisis inmobiliaria. Y el aumento del euríbor, vinculado a aquellos crecimientos de precios, también se suma a la confusión del ajuste de la construcción. Incluso, en esta estampida de creciente pesimismo, alguna prensa ha llegado a hablar de ¡destrucción de un cuarto de millón de empleos en el primer trimestre!, confundiendo algo tan simple como el aumento de la población activa con la pérdida de puestos de trabajo.

Esos desahogos, esas histerias no son gratis. La confianza de los consumidores, y de las empresas, se forja con un cúmulo de información, o desinformación, percepción individual y opiniones muy diversas. Y no hay nada más difícil de construir, y más fácil de perder, que la confianza.

El griterío que se eleva hoy en España, hablando ya con normalidad de una crisis hoy inexistente, está calando hondo. Ciertamente, acabaremos teniendo una crisis profunda si la deseamos y, entre todos, nos esforzamos y creamos las condiciones para ello. Y aunque todavía estamos lejos de una situación como la vivida en los años 1992 a 1994, quizás acabemos repitiéndola, si nos acabamos convenciendo de ello. Como dijo el clásico, así será, si así lo deseáis. ¿Es eso lo que queremos?

Josep Oliver Alonso, Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona

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