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Tribuna
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El reposo del guerrero

Mi amigo Miguel Ángel, un tipo de los que merecen la pena, brillante y de natural impulsivo, lleva años empeñado en escribir un libro cuyo género, título y contenido no ha sido revelado todavía. Sus leales estamos seguros de que será un exitazo y, como tarda tanto en decidirse, le hemos regalado un ordenador personal (usado, eso sí) con el exclusivo propósito de que arranque de una vez y nos sorprenda, urbi et orbi, con la no nacida pero ya famosa obra. Le ha gustado tanto su personal computer -sólo le faltaba ese empujón- que se ha puesto inmediatamente a la tarea con el firme compromiso de dejar terminado su trabajo después del verano, aunque no sabemos de qué año. La pasión por escribir, dice, será en estos meses su particular reposo del guerrero, una nueva y original forma de sacarle partido a esa feliz expresión/metáfora que pusiera de moda Nietzsche en Así habló Zaratustra cuando escribía que el hombre debe ser educado para la guerra, y la mujer para solaz del reposo del guerrero.

Al hilo de lo que le pasa a Miguelito, como decía la canción, y meditando acerca de las vacaciones/desbandada de Semana Santa, y de los numerosos puentes y festividades varias que nos esperan en el calendario hasta el verano, me he vuelto a preguntar por la condición humana que es siempre, o casi, un misterio. Por ejemplo, me gustaría encontrar la respuesta o razón última por la que los ejecutivos (y muchos más que no lo son) salimos desesperadamente de las ciudades en cuanto aparece un resquicio en forma de fin de semana, puente, acueducto o minivacaciones. Lo curioso es que los hombres y las mujeres creamos las ciudades para vivir en ellas y compartir, con otros hombres y mujeres, la razón, la sociabilidad, la cultura y la libertad; nos afanamos en construir grandes edificios para poder competir con otras ciudades, nos llenamos de museos y de programaciones culturales para disfrute de los urbanitas y, cuando ya lo tenemos casi todo (incluida una hipoteca), llega un puente/fin de semana y nos largamos, dispuestos a sufrir a la ida y/o a la vuelta -sangre, sudor y lágrimas- atascos y retenciones de tráfico que siempre se adoban con cabreos de alto standing e insultos a la autoridad competente.

Reflexionando, me he dado cuenta de que detrás de toda esta sinrazón cabe un porqué científico, un definitivo argumento para explicar nuestra alteración permanente: el ADT o síndrome de déficit de atención, una enfermedad moderna que -eso dicen- afecta a los directivos y los transforma de gentes brillantes en personas que no rinden al nivel de su capacidad. Teóricamente, quien padece la enfermedad puede mostrar signos de enfado, irritación y ansiedad. Se tiene la impresión de que, por ahora, sólo afecta a los que mandan, aunque yo creo que pronto se extenderá a todo el mundo porque es un chollo, y las gangas -ya se sabe- no hacen distingos. Conocida su etiología y su posible tratamiento, el ADT está en el umbral de ser una enfermedad laboral común, ya lo verán ustedes.

La explicación del mal es sencilla: parece ser que los lóbulos frontales y parafrontales de nuestro cerebro son los que nos ayudan a comportarnos como trabajadores civilizados y eficientes. Cuando los lóbulos se sobrecargan, las partes más profundas del cerebro, aquellas que controlan las emociones, envían señales de miedo, impidiendo que nos comportemos como es debido y de forma eficaz. Digo yo que, por llamarla de alguna forma, esto será una enfermedad con un toque de distinción porque su curación, según los expertos, pasa por 'crear un ambiente positivo, exento de miedo y de temores' (en la empresa, claro), y para ello se aconseja hablar cada cierto tiempo con las personas con las que uno se siente bien, dormir el tiempo suficiente, distraerse, evitar azúcar y alcohol, tomar vitaminas… y hacer y escribir cosas que no sean del trabajo.

Tengo que investigar por qué esta disfunción sólo afecta a los ejecutivos. Probablemente ocurre que los que mandan pueden elegir las enfermedades que más le convengan, toda vez que -pobrecitos- soportan una doble presión en el trabajo: la que proviene de arriba, de los grandes jefes (que también pueden padecer el ADT), y la que sube desde el nivel de los empleados, que siempre están viendo en el directivo al mediador/conseguidor que tiene que solucionarle sus problemas como sea. Trabajar bajo doble presión, además de subirnos el nivel de colesterol, los triglicéridos y el estrés, puede hacernos tributarios del síndrome del déficit de atención. No importa. Como es una enfermedad todavía incógnita y medio clasista, hasta me envidiarán por padecerla.

En fin, que en este mundo paradójico, moderno y dislocado, siempre andamos a vueltas con los misterios, los interrogantes y los secretos. Los humanos nunca acabamos de conocernos, ni nos esforzamos (aunque a veces lo parezca) en descubrir el arcano, seguramente porque no nos conviene; al fin y al cabo, el misterio tiene también su mística. Como dice Benedetti (Vivir adrede, 2008), 'esta minúscula microscópica humanidad, este piojo del universo tiene un enigma, pero no lo revela. Ni siquiera hay memoria de la nada que nos parió'.

Juan José Almagro. Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre

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