La crisis y su encrucijada
Transcurridos unos meses desde que en agosto del pasado año estalló la bomba de las subprime, resulta ya evidente que la crisis económica vinculada al estallido presenta dimensiones más que considerables. Como también es una evidencia que la crisis está afectando y afectará en el futuro en mayor medida a aquellos países que erraron en el diagnóstico del affaire de las subprime.
Así, frente a los que apreciaron que la crisis de agosto no era sino una consecuencia de un problema mayor, otros -entre ellos, las autoridades españolas- quisieron interpretar que constituía en sí misma la causa del problema. Siendo así, el problema no nos afectaba, puesto que se producía en un sector concreto -mercado hipotecario- y en un país determinado -Estados Unidos-.
Sin embargo, la tozudez de los datos y la crudeza de la realidad económica han demostrando el flagrante error de los que minimizaron el suceso. Probablemente, la interpretación más coherente de lo acaecido proviene de los seguidores de la Escuela Austriaca de Pensamiento Económico. Han explicado de manera preclara cómo el largo periodo de abaratamiento del dinero -recordemos que en EE UU el tipo de interés descendió del 6,5% en 2000 hasta el 1% en 2003- ha provocado el cambio de ciclo.
En efecto, la política crediticia expansiva provocó un endeudamiento excesivo, pero no tan solo de las familias -hay que insistir: la crisis subprime constituye exclusivamente una manifestación de un problema mayor-, sino también de las empresas, que se apalancaron en exceso y de modo incorrecto, abusando de las operaciones de roll over, lo que les llevó a afrontar inversiones cuya rentabilidad futura requería la prolongación de financiación barata. Esta estrategia -financiación de activo fijo con rentabilidades moderadas mediante pasivo circulante a tipos coyunturalmente bajos- ha acabado por devenir catastrófica. Así cuando a partir de 2005, para frenar los brotes de la inflación de demanda, la Fed y el BCE inician sus respectivos procesos de subidas sucesivas de tipos, las empresas se encuentran aprisionadas por sus decisiones anteriores y sufren consecuencias negativas -a modo de ejemplo, en apenas cuatro años, la relación entre la deuda y el Ebitda de las empresas norteamericanas ha crecido un 50%-.
La cuestión es que las terapias implementadas desde el verano por las autoridades monetarias solo están siendo parcialmente efectivas. Es cierto que la inyección de abundante liquidez y el cambio en la política de tipos -sucesivas reducciones de la Fed y freno a las subidas por parte del BCE- han evitado de momento el gran crac. Pero en cambio no han logrado evitar un auténtico credit crunch, que está ahogando a las empresas y a la actividad económica, a la vez que adicionalmente han provocado un fuerte repunte inflacionista.
Claro es que estas consecuencias negativas -credit crunch e inflación- están golpeando con mayor fuerza a los países que equivocaron su diagnóstico en el verano pasado. La muestra la tenemos en España, donde a la brusca paralización de la inversión por falta de crédito bancario, con sus efectos negativos en términos de ralentización de la actividad económica y de crecimiento del desempleo, se le une el tremendo rebrote de la inflación -el último dato interanual es el 4,3%-, cuyo crecimiento relativo es el 150% del correspondiente a los países de la zona euro.
En este escenario resulta suicida seguir negando la evidencia, pretendiendo minimizar el auténtico alcance de la crisis, más aún si al servicio de esta estrategia se aplican creatividades estadísticas para camuflar la realidad. Por el contrario se imponen políticas de reforma y ajuste. El centro neurálgico debe ser la reducción efectiva y estructural de impuestos a las familias (IRPF) y a las empresas (impuesto sobre sociedades), como instrumento para paliar la carga financiera derivada de su endeudamiento excesivo. Ahora bien, la rebaja fiscal debe ir acompañada de medidas complementarias para evitar que el aumento de renta disponible se traslade a subidas de tipos de interés y de precios.
En el sentido expuesto, evitar el impacto alcista en los tipos de interés exige disminuir las necesidades de financiación del sector público, lo que demanda medidas de contención del gasto y de reducción del Estado que, antes que afectar a las prestaciones sociales, debe pivotar sobre las privatizaciones -estatales y, no se olvide, autonómicas-. Por su parte, evitar el impulso inflacionista requiere abordar con decisión reformas estructurales que avancen en la desregulación, flexibilización y liberalización de la economía, a fin de librarla del conjunto de corsés que inciden estructuralmente en su inflación.
Por cierto, que las medidas desregulatorias, flexibilizadoras y liberalizadoras deben referirse muy especialmente al mercado laboral, cuyo cúmulo de rigideces, privilegios, e ineficiencias en general está hipotecando el potencial de desarrollo de la economía española.
Ignacio Ruz-Jarabo Colomer. Ex presidente de la SEPI, presidente de EDG-Escuela de Negocios y de PAP Tecnos.