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Columna
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Recuerdo y nostalgia de la peseta

El clima de desconfianza perdura pese a la intervención de los bancos centrales, que no parecen saber con exactitud la magnitud de la crisis crediticia, señala el autor. Una situación que, en su opinión, se verá agravada con la publicación de los balances finales del ejercicio

La crisis originada en el mercado americano de hipotecas de alto riesgo, combinada con el inicio de un periodo de posible estancamiento en las principales economías occidentales, me ha llevado a recordar cómo aparecían y se resolvían crisis más o menos semejantes en el pasado, cuando España no gozaba de las grandes ventajas de pertenecer a una unión monetaria como la UEM ni disfrutaba del respaldo de una moneda tan sólida como el euro. Con la humilde peseta, hemos de reconocerlo, las cosas eran más divertidas acaso porque los mecanismos, con ser parecidos, eran más sencillos y las soluciones se ajustaban mejor a los esquemas que habíamos aprendido en los libros de texto.

Para no remontarme a la prehistoria permítaseme recordar un episodio más cercano, cuando se decidió incorporar nuestra divisa al Sistema Monetario Europeo (SME) como medio para acelerar el esfuerzo de convergencia con las grandes economías europeas y, de paso, disciplinar el comportamiento de unos agentes económicos poco partidarios de la eficiencia y mayor flexibilidad en el funcionamiento de los mecanismos de mercado. Pues bien, la crisis del SME, en septiembre de 1992, y la devaluación de la peseta mostraron que nuestra economía reposaba en unos cimientos -tasa de inflación, competitividad, equilibrio exterior, posición financiera de empresas y hogares- un tanto endebles.

En los tres lustros transcurridos mucho se ha mejorado, aun cuando algunos de aquellos lastres permanecen y en época electoral los políticos siguen prometiendo que la entrada al paraíso económico está a la vuelta de la esquina… si seguimos confiando en ellos. Pero el caso es que una economía abierta de tamaño medio como la española está siempre peligrosamente expuesta a verse afectada por perturbaciones exteriores que, ya sea a través del tipo de cambio o por medio de canales monetarios y crediticios, y habida cuenta de la movilidad y sofisticación de los flujos internacionales, acaban, tarde o temprano, afectando a la actividad económica y al nivel de precios domésticos y, lo que es peor, reducen la autonomía y eficacia de las políticas monetarias internas -en este caso la del Banco Central Europeo-.

Y precisamente ésta es la situación en que nos encontramos, con el agravante de que los bancos centrales -el europeo, el americano y la vieja dama inglesa- no parecen saber con exactitud cuál es la situación real de sus respectivas economías ni están muy seguros de la magnitud de la crisis crediticia originada en los mercados hipotecarios. A la vista de lo cual han optado por la solución recomendada en los libros de texto desde el siglo XIX: a saber, reducir los tipos de interés a corto plazo. Pero parece dudoso que vayan a conseguir los resultados que buscan y, en el peor de los casos, podría suceder que ni resolvieran las incertidumbres de los mercados crediticios ni consiguieran reactivar las economías.

Parece sensato que los bancos centrales se preocupen por inyectar liquidez con el propósito de aminorar el clima de desconfianza, reducir los tipos de interés en los mercados interbancarios y, en una palabra, alejar cualquier amenaza de riesgos para el sistema crediticio en primer lugar y para el económico en segundo término. Sucede, no obstante, que el clima de desconfianza perdura y que el goteo de entidades -grandes, medianas y pequeñas- que continúan reconociendo pérdidas no ayuda a disiparlo.

Hasta ahora todos los actores del mercado -incluso a veces los propios supervisores encargados de velar por la solidez de las instituciones crediticias- habían visto con buenos ojos ese nuevo modelo de financiación en el cual las deudas se empaquetaban y el riesgo se diversificaba mediante una extensa y opaca red de contratos derivados y entidades ad hoc. Pero cuando ha surgido un problema a todas las entidades los dedos se les hacen huéspedes porque nadie está seguro de cuál es la situación de la contraparte.

Y en ésas estamos. Hasta que, quizá a comienzos de año, comiencen a conocerse los balances finales del ejercicio 2007 el clima de desconfianza perdurará y los esfuerzos de los bancos centrales por aliviar la situación de los mercados interbancarios probablemente sean inútiles -de momento esto es lo que parecen opinar los mercados-, como casi seguro lo serán esquemas como el que parece haber ideado el Tesoro americano para tranquilizar el segmento del mercado hipotecario más afectado por la crisis.

Y a todo esto en España se ha abierto la temporada de los compromisos electorales gratuitos justamente cuando todo parece apuntar a que la única política económica sensata consiste en abrocharse los cinturones, algo que, según la recién publicada Encuesta Financiera de las Familias, no va a resultar ni fácil ni popular en nuestro país.

Raimundo Ortega. Economista

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