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Columna
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Iberoamérica y el populismo

La reciente Cumbre Iberoamericana de Santiago de Chile ha visto oscurecido sus resultados en acuerdos de colaboración de la Seguridad Social de los distintos países y de la creación del Fondo del Agua, con una importante aportación española, por los incidentes que han protagonizado algunos países como Venezuela o Nicaragua, embarcados en un aventurerismo populista que no teme poner en peligro los intereses básicos de sus propios países y de sus principales aliados a cambio de mantener sus posiciones estético-ideológicas, fácilmente confundibles con el analfabetismo político, pero que ellos creen que entroncan con alguna tradición revolucionaria de la izquierda.

Desde luego, hay que reconocer que Iberoamerica se enfrenta de nuevo con cierto auge del populismo como fórmula política para resolver sus muchos problemas y las no pocas manifestaciones de injusticia que se dan en sus sociedades. Cada país tiene derecho a experimentar las vías que le parezcan más convenientes para asegurar el progreso, siempre que lo haga de manera democrática y preservando las libertades no sólo en el momento en el que las elecciones permitieron el acceso al poder de los populistas sino, luego y de manera permanente, en el ejercicio del mismo.

Tres países están en un proceso de refundación de sus regímenes (Venezuela, Bolivia y Ecuador) sobre bases cada vez más alejadas de la democracia representativa. Un cuarto, Nicaragua, se siente legitimado para volver, desde una posición de total deslegitimación de sus gobernantes, al populismo activo, y existen otros donde el peligro de la tentación populista se vislumbra, en un caso albergado en el propio Gobierno (Argentina), en otro, por la oposición antisistema (Perú).

Iberoamérica se enfrenta de nuevo con cierto auge del populismo como fórmula para resolver sus problemas

Las empresas españolas han añadido valor a las economías donde se han instalado y han compartido sus destinos

El populismo es un desastre sin paliativos y no constituye una alternativa a ningún sistema racional basado en la democracia representativa ni puede garantizar, sino al contrario, la sostenibilidad del desarrollo económico. Sabiendo esto y manteniendo un escrupuloso respeto a todos los países del área, la política española debería hacer notar la diferencia de trato de nuestro país con unos y otros sin caer en comportamientos agresivos (hay gradaciones entre la colaboración preferente y entusiasta y las meras buenas relaciones entre países) y formar junto con los países que no comparten esta orientación política de la región, entre los que se encuentran los más importantes, un ambiente de entendimiento y mutuo apoyo, evitando de antemano confrontaciones en las que tan sólo están interesados este grupo minoritario de países con proyección histórica necesariamente transitoria. Todo ello se puede y se debe hacer con un exquisito respeto a la no injerencia en los asuntos internos de cada uno. Quizá no sea suficiente para contrarrestar el populismo, pero ayudará a evitar malos entendidos.

Entre los rasgos más señalados de este populismo está la aversión a la apertura económica en conflicto con la irreprimible tendencia mundial a la globalización. Dejando al margen la inevitable y contaminante proximidad entre patriotismo populista y proteccionismo económico y la no menor concomitancia entre intervencionismo en nombre de los intereses del país y corrupción de sus dirigentes que habitualmente emerge antes o después (lo que por desgracia no es un rasgo exclusivo de los regímenes populistas en la región), la principal razón para encerrar la economía dentro de sus límites fronterizos y alejarla de la relación con el mundo exterior buscando vías especiales al desarrollo económico es el temor a no resistir las críticas y las exigencias que conllevan las reglas del juego de la economía internacional.

Si el Fondo Monetario Internacional (FMI) recuerda la conveniencia de evitar tales o cuales líneas económicas o señala que el manejo de la deuda pública debe ser cuidadoso o, en general, critica la orientación de la política económica de un país, la tentación populista consiste en darse de baja del FMI o del Banco Mundial o de cualquier organismo multilateral pagando, si es preciso por adelantado, los préstamos recibidos o amenazando con romper compromisos y acuerdos internacionales. Acabar, en fin, con el chivo expiatorio.

Pero el resultado es dudoso porque los mercados internacionales, por la vía de los hechos, señalando primas de riesgo soberano, dirigiendo los flujos de inversiones en una u otra dirección, también emiten juicios sobre la calidad de la política económica y del entramado político e institucional de cada país, incluidos los gobernados por regímenes populistas, juicios con frecuencia inapelables. Para establecerlos, los mercados desearían una constante exigencia de apertura y transparencia, un deseo permanente de homologación institucional y una tendencia universal a exigir incrementos de la seguridad jurídica que, en el mundo moderno, con la extensión de las prácticas de buen gobierno entre las empresas, no puede ser sustituida por la arbitrariedad política de posibles y corruptos Gobiernos aliados.

Y ahí entra una de las cuestiones suscitadas en esta cumbre: el papel de las empresas españolas en Iberoamérica y su imagen. Seamos claros: en general, han hecho un gran papel en la región allí donde se han instalado, que ha sido en general en servicios públicos y financieros que tienen un elevado nivel de exposición a la opinión pública muy por encima de las inversiones en manufacturas o en actividades primarias. Han añadido valor a las economías donde se han instalado y han compartido solidariamente sus destinos en los años buenos y en los malos, con los beneficios y con las pérdidas, sin solicitar un trato especial ni considerar que tienen ningún derecho atribuido.

Pero las empresas españolas, como otras multinacionales en la región, no pueden evitar su conocimiento y experiencia del funcionamiento de la seguridad jurídica en los diferentes países, de los diferentes niveles de independencia judicial o de los distintos grados de eficacia administrativa entre unos y otros países y están en su deber de recordar a los Gobiernos, en defensa de sus intereses, que existen maneras de hacer las cosas jurídicamente más respetuosas con los derechos de todos que otras, que los acuerdos son para cumplirlos y que si no se pueden cumplir hay procedimientos para modificarlos, y que la comprensión ante graves y difíciles situaciones debe ser contrarrestada por un comportamiento leal de parte de todos.

Esto es una dialéctica inevitable en países emergentes con debilidades institucionales y, desde luego, más aguda cuando es el populismo quien los gobierna. Como en América Latina son las empresas españolas las que predominan, les ha tocado hacer ese papel, pero cualquier juicio que podamos hacer desde aquí sobre lo apropiado o no de sus comportamientos en cuanto inversores extranjeros debería tener obligatoriamente esto en consideración. Esta zona de posible fricción es algo que no pueden evitar.

Otra cuestión es si lo manejan con el cuidado necesario. A veces, recordando a los demás como deberían comportarse, se corre el riesgo de parecer arrogante e incluso de serlo. Mi opinión es que no es este el caso en general de nuestras empresas, que evitan cuidadosamente la confrontación y proponen de manera habitual la cooperación con las autoridades. Pero siempre existe el riesgo de convertir al foráneo en el chivo expiatorio de un problema doméstico y, en esto, tendrían derecho a esperar del Gobierno español su comprensión y ayuda cuando esto ocurriera como, en general, ha sido el caso. De cualquier manera, profundizar en los ejercicios de responsabilidad social por parte de nuestras empresas no haría sino favorecer sus intereses a largo plazo y ayudar a construir un puente de entendimiento con la población de estos países al margen de las oscilaciones políticas de la inclinación de los Gobiernos que se sucedan.

Carlos Solchaga

Ex ministro de Economía

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