La ciudad que no duerme
Wroclaw es una de las diez ciudades más bellas aún por descubrir, según la revista norteamericana 'Budget Travel'. Desde el 28 de octubre, hay vuelos directos hasta allí desde Gerona
La capital de Baja Silesia (Polonia) se encuentra en el punto en que el Oder recibe las aguas de cuatro afluentes; los brazos de los cinco ríos forman doce islas, abrochadas a través de 124 puentes (¡otra Venecia del norte!). Los puentes nos dan la primera clave: Wroclaw es Un lugar de encuentro, como reza el eslogan oficial. Es medianamente grande (640.000 vecinos) y muy desparramada, sin más alturas que sus torres medievales o barrocas. Con amplios vacíos ajardinados: son la huella de las bombas en la Segunda Guerra Mundial.
El corazón de Wroclaw, la isla de Ostrow Tumski, es un oasis privilegiado donde sólo habitan Dios, el arzobispo y treinta seminaristas. Más un bloque vecinal, que se diluye en la tramoya conformada por la catedral, siete iglesias antiguas, el palacio episcopal, el seminario y cosas por el estilo. Al caer la tarde, un sereno recorre las calles empedradas encendiendo, una por una, las últimas farolas de gas. La catedral quedó arrasada en la guerra, pero la rehicieron en sólo seis años. No lo parece, si no fuera por las vidrieras modernas. Las joyas más buscadas son el tríptico flamenco de Veit Stoss y el icono de la Virgen de Jan Sobiesky (el vencedor de los turcos a las puertas de Viena). Juan Pablo II vino a rezarle en 1983, y un millón de polacos le acompañaron. Seis años después de ese tour de force, caía el régimen comunista.
Las riberas del Oder, tan apacibles, cambian por completo al llegar el estío. Entonces barcos bulliciosos emprenden breves cruceros para que la gente pueda cenar en un ambiente de fiesta. Cruzando puentes y esquivando iglesias -como Santa María de la Arena, con más trípticos flamencos que un museo- podremos llegar al Rynek o plaza mayor, la segunda más grande de Polonia. En el centro, el Ayuntamiento gótico es pura filigrana. La tradición manda que, tras resolver papeleos, uno entre a refrescarse con cerveza artesanal en los sótanos municipales, en la antigua Piwnica Swidniska; o se dirija a algunos de los casi cuarenta restaurantes que se asoman a la plaza, a dar cuenta de un zurek tradicional.
Contigua a ésta se halla la plaza de la Sal, donde antaño se vendía esa preciada mercancía, que llegaba aquí por la ruta de la sal o Vía Regia; ahora se venden flores, día y noche. Uno no sabe, al pasear por Wroclaw, hacia dónde mirar, si a los tranvías asesinos, a los gabletes góticos o a las iglesias omnipresentes -hay aproximadamente ciento veinte en la ciudad-; algunas tan egregias como Santa Isabel, cuya torre sigue siendo la más alta de todas, a pesar de que perdió cuarenta metros de cresta. Otro foco prioritario para el visitante es la universidad. Fundada por los jesuitas, con trece premios Nobel en su haber, encierra, entre otra joyas, la Sala Leopoldina, un delirio del barroco austríaco, y el Oratorium Magnum, capilla convertida en sala de conciertos.Tal vez para recordar que Brahms compuso su célebre Obertura académica para inaugurar un curso en esta universidad.
Hay más de cien mil estudiantes (el 15% del vecindario), lo que explica la animación de Wroclaw y el eslogan, algo voluntarioso, de la ciudad que no duerme. Pero es cierto que tiene una veintena de teatros, docenas de garitos de jazz en vivo y hasta un tranvía (el Baba Jaga) que es un cafetín itinerante. Y en la Gazeta Wroclawska, el periódico local, las citas culturales ocupan tanto o más espacio que la crónica de sucesos.