El euro no es el problema
El euro ha pasado de ser la moneda de 300 millones de personas, como le gusta repetir al presidente del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet, a convertirse estos días en el problema de una multitud de políticos -con Nicolas Sarkozy a la cabeza-, analistas y empresarios. La mutación se ha producido cuando la cotización de la divisa comunitaria en los mercados internacionales ha alcanzado la cota de 1,42 frente al dólar.
Para los más osados, ese récord histórico reclama una drástica intervención por parte de las autoridades monetarias, hasta el punto de recomendarles una venta masiva de euros para enfriar su cotización. Otros reclaman al BCE una rebaja inmediata de los tipos de interés para acercarlos al nivel estadounidense y cortar así los flujos internacionales que buscan el mejor rendimiento a una u otra orilla del Atlántico.
Al margen de la validez de tales recetas, el talón de Aquiles de todo este argumentario estriba en culpar al euro de la actual situación. Y en pensar que, de ser así, los 13 países que comparten la moneda podrían, por sí solos, domesticar los mercados internacionales para alcanzar una cotización que se acomode a las necesidades de sus economías.
Ni la hipótesis inicial parece cierta, ni factible la solución planteada. La escalada del euro es consecuencia de unos factores tan incontrolables desde Bruselas o Fráncfort como el déficit por cuenta corriente de EE UU o el empeño de Pekín y de Tokio, entre irresponsable y egoísta y cada uno por su lado, de mantener infravaloradas las divisas china y japonesa.
Los tres problemas deben abordarse de manera concertada en un escenario internacional. La primera ocasión la ofrece la reunión del G-7 de la próxima semana. Europa y, sobre todo, la zona euro deben acudir a esa cita con un mensaje claro y contundente a favor de un reequilibrio ordenado de las principales divisas del planeta. El punto de partida, en definitiva, es que el euro es nuestra moneda. Y el problema es el dólar y sus divisas satélites.