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Columna
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Suministro eléctrico e irresponsabilidad circundante

La electricidad es parte sustancial de la vida actual. Si faltase tendrían que cambiar hábitos de compra, horarios, formas de desplazamiento y un sinnúmero de cosas y actividades de las que se toma conciencia cuando falta. Su coste y calidad son esenciales para sostener el nivel de vida y, si se apura un poco, la propia civilización y el número de personas vivas que puede soportar el planeta. Es difícil negar esto pero es fácil cuestionarlo con regulaciones inadecuadas, exigencias de cumplimiento imposible y decisiones tomadas sin atender al coste en que hacen incurrir ni otras implicaciones.

La tarifa eléctrica es la misma en toda la Península, así que si en determinado lugar se impide la producción deberá traerse desde más lejos, con la consiguiente pérdida producida en el transporte y que a nadie parece importarle. Las redes de transporte eléctrico afean el paisaje, por lo que aparecen plataformas o alcaldes fundamentalistas que se oponen a su trazado con el resultado de retrasar obras necesarias, aumentar el coste y, mientras se decide una cosa u otra, añadir aspectos de fragilidad al suministro, con los riesgos consiguientes.

La dependencia energética española es elevadísima. Gas, carbón y petróleo deben importarse y las reservas disponibles se limitan a unos días de consumo. El carbón nacional es escaso, no hay gas natural ni petróleo, los ríos están explotados casi al límite, la energía solar y la eólica reciben subvenciones, pero su despliegue es lento, y de la energía nuclear no puede ni hablarse porque es políticamente incorrecto. Según parece, también las torres eólicas afean el paisaje, aunque en los folletos turísticos de Gales y California aparecen como postales atractivas. Aquí la visión fugaz de un urbanita pesa más que la producción de energía y los mismos que se oponen a los parques eólicos cuestionan la actuación de las compañías productoras.

Cuando un accidente o una situación meteorológica adversa crea un problema las autoridades exigen responsabilidades, pero ni por asomo consideran la posibilidad de que la dilación en las autorizaciones sea imputable a su voluntad de no tomar decisiones potencialmente impopulares. Las empresas productoras de energía están reguladas y, por tanto, extreman la cautela a la hora de opinar sobre la regulación, las autorizaciones y todo lo que rodea su actividad.

En el ámbito energético hay muchos reguladores. De hecho todos inciden. La Comisión Europea y el Gobierno del Reino de España, los tribunales de justicia, la Comisión Nacional de Energía (CNE), los servicios comunitarios de defensa de la competencia y, como se trata de empresas que cotizan en Bolsa, también la Comisión Nacional del Mercado de Valores. Lo más curioso es que no hay dos opiniones iguales e, incluso, un mismo organismo pasa por posiciones diferentes, como ocurrió en el caso de la(s) opa(s) sobre Endesa. La misma discrepancia se ha dado entre el Gobierno y la CNE en el caso del contrato con la empresa estatal argelina Sonatrach. La discrepancia sistemática tiene un componente técnico, otro de atribuciones y otro de reparto de responsabilidades. A la opinión pública le es difícil apreciar la importancia relativa de cada componente y, ante tantas diferencias, propende a atribuir las desavenencias a otros intereses.

El apagón de Barcelona surgió de un fallo en los equipos de la empresa Red Eléctrica de España (REE) en su red de 220 KV. Esta empresa se creó como fruto de una decisión política a principios de los años ochenta y a ella se le asignaron las redes de alta tensión de las diferentes compañías que, hasta ese momento, coordinaban entre sí sus flujos de energía a través de Unesa. Red Eléctrica de España tiene pequeña presencia en Cataluña y no tiene trato directo con los consumidores. De hecho, según frase de su presidente publicada en diarios de Barcelona, 'REE ni siquiera conoce a los abonados'. Efectivamente, no tiene por qué conocerlos porque en realidad los que pagan por la electricidad son algo más que abonados, son clientes.

La empresa que da la cara ante sus clientes tiene más incentivo para responder a situaciones críticas y para prevenirlas realizando la inversión pertinente. Los clientes desconocen el origen del problema y la instancia última ante la que reclamar y, lógicamente, culpan al suministrador inmediato, que en los últimos cuatro años ha invertido una media de 483 millones de euros/año, o sea 80 euros por cliente y año. Esa cifra duplica la media del conjunto estatal y ha de atender a inversiones atrasadas a lo largo de décadas. También REE invierte y en estos últimos cuatro años pasó de 200 a 600 millones, en toda España. El apagón ha pasado. Ojalá sirva para cortar la palabrería y asumir las responsabilidades pertinentes evitando otros en el futuro.

Joaquín Trigo. Director ejecutivo de Fomento del Trabajo Nacional

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