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Tribuna
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Vivir con júbilo

En el mercadillo de una hermosa plaza de Montevideo, siempre igual pero siempre diferente a cualquier otro mercadillo, me encontré hace algún tiempo a Fernando, que a la sazón regentaba un pequeño puesto bajo el rótulo 'curiosidades' (sic). Tales eran plumas antiguas, grifos, perchas, picaportes, llamadores, estuches para mate, placas con leyendas varias y mecheros. Ocurrió que una persona que estaba a mi lado se interesó por los encendedores, que eran de diferente clase y condición. Tras recitarle el precio de cada pieza, Fernando le dijo al cliente sin inmutarse: 'Todos están controlados y revisados personalmente por mí'. Es decir, algo así como yo soy la garantía de que los mecheros funcionen. Ante mi cara de incredulidad (y eso que yo creía que no dejaba traslucir mis emociones), dos vendedores de puestos vecinos me advirtieron: 'Mirá vos: lo que dice Fernando es ley. Su palabra es sagrada. æpermil;l nunca necesita auditorías'.

Cuento esto porque he recordado que se jubila en este mayo electoral mi amigo Carlos. El retiro, como ocurría antes y, según él, como mandan los cánones, se produce a los 65 años, después de cuarenta y muchos de trabajo en la misma e importante empresa, y de más de 35 como su primer ejecutivo.

Carlos es, ha sido y será -como el Fernando vendedor- un hombre de palabra, una persona cabal, paradigma de bastantes altos directivos empresariales que se hicieron a sí mismos, crecieron con su empresa, la engrandecieron cuando los consultores casi ni existían, y fueron capaces de trasmitir a sus clientes y a su equipo humano esa hermosa idea de que la empresa (un proyecto común integrado por personas), además de producir bienes y servicios, y de hacerlo bien, debe ser una institución de servicio publico con un importante y activo compromiso social.

Hace muchos años, cuando todavía no se hablaba de responsabilidad social, muchos directivos, sin alharacas ni medios, sin sacar pecho, pero dando el callo (es decir, echándole horas e imaginación y disfrutando con su trabajo), ayudaron a construir el tejido social y el entramado empresarial de este país llamado España.

Nadie rindió nunca homenaje a estos dirigentes que, como Carlos, cumplieron con su deber, jamás se hicieron ricos ni se han comprado mansiones y, por propia voluntad, tampoco quisieron salir en los periódicos más que cuando era absolutamente imprescindible, seguros de que en la 'época de la irreverencia', según Steiner, cuando se instaura la degradación y la nivelación por abajo, el low profile tiene que ser para el directivo y el alto para la institución, a la que el primero siempre debe servir sin confundirse con ella.

Habitualmente, Carlos y demás compañeros mártires, después de muchos años de trabajo y de algunas responsabilidades y desvelos, se jubilan con una pensión decente, y nada más. La contradicción, ni siquiera paradoja, es que normalmente los ahora modernos superdirectivos no sólo cobran mucho dinero cuando están en activo/pasivo sino que, además, blindan sus eventuales ceses (lo hayan hecho bien o mal) con cantidades multimillonarias, olvidando con frecuencia que el éxito de una empresa no depende sólo de su cúpula directiva, y de que el ejemplo -el buen ejemplo- enseña más que una licenciatura, cualquier máster o un curso completo de doctorado.

A la hora de hacer empresas, Carlos, y otros muchos Carlos dirigentes de empresas, sabían que cuando se fueran debían dejar una empresa mejor y, para ello, hicieron suya aquella famosa definición de sostenibilidad que inspirara en los ochenta el primer ministro noruego Gro Harlem Brundtland: 'Satisfacer las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para cubrir sus propias necesidades'.

Los famosos Carlos, cuando se jubilan, siempre dejan empresas excelentes (y no sólo de éxito) basadas en sólidos principios que les hacen sustentables; de principios y valores intrínsecos al estilo de Peter Singer. Es decir, de los que son buenos y deseables en sí mismos, en contraste o, mejor, en contraposición con el valor instrumental, que no es más que un medio para conseguir algún otro fin o propósito: el dinero, por ejemplo.

Me parece que en estos tiempos algunos sólo piensan en el vil metal, y deberíamos sacarlos del error, aunque nos cueste trabajo. Baltasar Gracián tiene escrito que es mejor lo intenso que lo extenso porque 'la perfección no consiste en la cantidad sino en la calidad'. Las empresas, como las personas, estamos obligadas a buscar la perfección. La más grande aspiración de cualquier ser humano es que nos recuerden con cariño. Si así ocurre cuando nos vamos, entraremos a formar parte de la pequeña o de la gran historia de nuestra compañía y nos convertiremos -un poco- en inmortales.

En un mayo siempre taurino, ahora que se va y sale a hombros por la puerta grande, estoy seguro de que Carlos ha hecho suyos aquellos hermosos versos de Mario Benedetti: 'Y aquí termino/ sin hacer sombra a nadie/ ni descuidarme'. Amén.

Juan José Almagro, Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre

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