La defensa del desorden
Las primeras décadas del siglo XX presenciaron la instauración del orden como principio básico de la gestión empresarial. Todo ello vino de la mano de Frederik W. Taylor y de su organización científica del trabajo. Básicamente, el taylorismo aspiraba a mejorar la productividad de los trabajadores sustituyendo la tradición y la improvisación por reglas y procedimientos precisos; diseñados tras observar milimétricamente a las personas en sus puestos de trabajo. En definitiva, lo que Taylor venía a postular es que el secreto del éxito empresarial reside en el orden, y en el establecimiento de reglas precisas de comportamiento y organización. Y quizá tenía razón, pero no completamente.
El taylorismo sufrió una pequeña sacudida tras los experimentos realizados durante los años veinte en Hawthorne, una planta de la Western Electric Company en Estados Unidos. La instalación fue utilizada por un grupo de investigadores decididos a probar los beneficios del método de Taylor. Para ello realizaron varias pruebas, introdujeron cambios y llegaron a la conclusión de que, efectivamente, los cambios en la organización o en el entorno de trabajo conducían a mejoras en la productividad. Lo sorprendente del caso es que descubrieron que dichas mejoras se producían con cualquier cambio en el entorno o en los procesos; por nimios e insustanciales que éstos fueran.
Continuaron con sus pruebas y llegaron a la conclusión de que la cercanía del jefe era el factor que, en mayor medida, determinaba el éxito de las medidas introducidas. De este modo dieron con un fenómeno que acabaron bautizando como efecto Hawthorne, y que se resume en que la gente tiende a esforzarse más cuando se siente observada. Quizá, por cierto, el efecto Hawthorne sirva para explicar el momentáneo efecto del carné por puntos sobre la urbanidad de los conductores españoles; o aquello de 'a entrenador nuevo victoria segura'.
En cualquier caso, y aunque el taylorismo fue perdiendo paulatinamente el favor de crítica y público, instauró el imperio del orden en la vida de las empresas. Y sus sucesores nos han seguido persiguiendo desde entonces, tratando de ordenar, estructurar y planificar todo cuanto sucede en las compañías. Como resultado, la falta de orden y de planificación se ha convertido en anatema de la gestión empresarial. Si no me creen, hagan la prueba; los bisnietos de Taylor pueblan las estanterías de gestión empresarial de las librerías. Y las de autoayuda.
Por supuesto, el orden es indispensable para el buen funcionamiento de las empresas. Sin embargo, mientras que el orden tiene numerosos apóstoles, pocos estudiosos de la cosa parecen haberse preguntado cuánto orden y cuánta planificación son suficientes. Y cuánto es demasiado. Hasta ahora. En A Perfect Mess (Little, Brown & Company, 2006), David Freedman y Eric Abrahamson defienden la tesis de que el orden es un atributo sobrevalorado. Y que el extendido gusto por organizar y planificar al máximo es, en buena parte de las ocasiones, irracional y poco efectivo. Fundamentalmente porque, aunque nos pese, el mundo no se parece a los libros y porque es imposible predecir lo que sucederá dentro de cinco minutos. Y porque la ciencia ha venido a demostrar que los sistemas moderadamente desordenados, así lo prueba el fenómeno conocido como resonancia estocástica, utilizan recursos de modo más eficiente, ofrecen mejores soluciones y son más robustos que aquellos que pretenden ser ordenados en extremo.
De este modo, el desorden debería dejar de ser tabú; en ocasiones, ofrece agilidad, flexibilidad y ayuda a aprovechar las oportunidades tal y como se van presentando. Los emprendedores y las fortunas creadas en negocios emergentes lo saben bien. Pero las ventajas del desorden también aplican a nivel micro: un estudio desarrollado por Toyota muestra que las personas reconocen mejor imágenes y sonidos cuando oyen un ruido aleatorio de fondo. Un escritorio lleno de papeles es mucho más eficiente que uno impoluto; los montones de papel ayudan a priorizar las tareas y a establecer vínculos entre ideas y trabajos, entre otros.
En definitiva, si Freedman y Abrahamson están en lo cierto, nos enfrentan a una incoherencia que podemos observar leyendo los informes anuales de algunas compañías. Mientras que la agilidad, la flexibilidad y, en definitiva, la gestión del desorden son atributos que ayudan al mejor funcionamiento de las empresas, éstas se empeñan en esconder esta cara desordenada. Pero, más importante, Freedman y Abrahamson también nos han dado una repuesta para la próxima vez que el jefe mire raro a las montañas de papel encima de la mesa. Productividad, jefe.
Ramón Pueyo. Economista de KPMG Global Sustainability Services