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Columna
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Política e instituciones en España

La pugna partidista por alcanzar el poder a toda costa ha impedido, según el autor, un consenso general y duradero respecto a los auténticos valores constitucionales. Esta discrepancia se pone de manifiesto en la propuesta de elección por parte del Congreso de la cúpula de la CNMV que considera peor el remedio que la enfermedad.

Durante los últimos meses hemos asistido a una degradación de la vida política española que no por esperada deja de ser menos angustiosa para el ciudadano mínimamente interesado en los asuntos públicos. Los grandes acuerdos que fraguaron la transición se han olvidado y se han agravado las consecuencias del cierre en falso del problema territorial, convirtiendo el piadoso deseo inicial -descentralizar el poder preservando la solidaridad nacional- en una peligrosa aberración -como todas- consistente en vaciar de contenido aquellos acuerdos y, en consecuencia, la Constitución de 1978.

A esa tarea se han aplicado con éxito los partidos nacionalistas, para quienes los únicos territorios verdaderamente autónomos eran los suyos -a los que, además, el futuro reservaba el destino de convertirse en naciones- mientras que las restantes comunidades eran simples entes dotados de una mayor o menor descentralización administrativa.

Aun difícil, el problema hubiera podido encauzarse si se hubieran cumplido tres condiciones: a) que los grandes partidos nacionales hubieran mantenido el consenso inicial de preservar los dos grandes principios constitucionales en este punto-la unidad de la nación española y la solidaridad entre sus regiones-; b) que se hubiera corregido un sistema electoral perverso que ha proporcionado a las fuerzas nacionalistas un poder desproporcionado a la hora de condicionar la gobernabilidad del conjunto de España, y c) que se hubiera trabajado en la consolidación de un acuerdo constitucional cuyos rasgos esenciales la inmensa mayoría de los ciudadanos hubiese aceptado libremente por basarse en principios aceptados por todos sin privilegiar los derechos de algunos.

La ambición de poder, que debidamente encauzada conduce a entender la política como un servicio al Estado y a la sociedad, se ha tornado en deseo de conseguirlo y preservarlo a toda costa

Por desgracia, la pugna partidista por alcanzar el poder a toda costa y la deslealtad nacionalista ha impedido, me temo, que exista en este momento un consenso general y duradero respecto a los auténticos valores constitucionales. No es aventurado afirmar que falta entre nosotros una cultura política que dé por sentado que la democracia y el pluralismo político no pueden mantenerse a lo largo del tiempo si no existe un consenso general y duradero, lo cual exige que quienes en cada momento ostentan el poder político renuncien al intento de imponer decisiones que provoquen el rechazo de los ciudadanos que, razonable y libremente, afirman o siguen doctrinas u opiniones diferentes pero que no contrarían los cimientos en que se apoya el régimen constitucional vigente.

A ello se une que la ambición de poder, que debidamente encauzada conduce a los partidos políticos a proponer soluciones a los problemas que preocupan a los ciudadanos y a entender la política como un servicio al Estado y a la sociedad, se ha tornado en deseo de conseguirlo y preservarlo a toda costa, olvidando que el rasgo distintivo de un régimen constitucional es que el poder político no se encarna en ellos -aunque se olvide, el Parlamento no es el poder supremo en una democracia constitucional- sino que reside, en última instancia, como afirma el artículo 1.2 de la Constitución, en el pueblo español, o sea en unas personas libres e iguales.

Quizás la razón de esa confusión de nuestros partidos y sus dirigentes resida en que, por conveniencia propia, han otorgado la primacía a los principios que especifican la estructura general del proceso político y del gobierno del país sobre los derechos básicos y las libertades ciudadanas que todo Gobierno debe respetar invariablemente.

De acuerdo con esa concepción, en toda democracia constitucional basada en principios liberales deben existir una serie de instituciones -la más relevante de las cuales acaso sea el Tribunal Constitucional- cuyas funciones sean velar, en sus respectivos ámbitos, para que el armazón jurídico del Estado y, sobre todo, los derechos fundamentales de los ciudadanos no se vean erosionados por las decisiones y los acuerdos de mayorías parlamentarias transitorias o por los intereses de grupos suficientemente poderosos. En consecuencia, debería rechazarse de plano cualquier intento de definir sus competencias -o lo que es más grave, recortarlas-, adecuar su composición o influir en sus decisiones en función de los propósitos de un Gobierno o de una determinada mayoría parlamentaria como una maquinación antidemocrática en lugar de como una defensa de los principios constitucionales o de los derechos fundamentales.

Esas razones me llevan a rechazar la reciente proposición no de ley aprobada en el Congreso para que algunos altos cargos de un organismo regulador sean nombrados por mayoría cualificada de aquél. Me temo que el remedio sería peor que la enfermedad. La solución no reside en más influencia de los partidos políticos sino en el fortalecimiento de una visión que conciba las instituciones públicas y el servicio al bien común como emanaciones de un espíritu cívico encauzado a la consecución de objetivos que redunden en la armonía social y el progreso económico.

Raimundo Ortega. Economista

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