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Columna
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Ayuda al desarrollo

Carlos Sebastián

Las diferencias en renta per cápita entre los países ha aumentado notablemente en las últimas décadas. En 1960 los 20 países más ricos tenían, por término medio, un renta per cápita 13 veces superior a los 20 países más pobres. Ahora esa diferencia es de 34 veces. Aunque la distribución de la renta personal mundial está mejorando, cómo consecuencia de que los dos países más populosos, China e India, están creciendo por encima del resto de los países subdesarrollados, las diferencias entre los países más ricos y los más pobres no hace más que aumentar. Aunque algunos de los países subdesarrollados están avanzando en su convergencia con los más ricos, son claramente minoría.

Además de ayudas para mejorar las condiciones de vida de los países subdesarrollados, sobre las que volveremos más adelante, hay tres tipos de acciones que los países desarrollados pueden realizar: ayudas financieras a los países; apertura de los mercados a los productos de los menos desarrollados, y aceptación masiva de inmigrantes procedentes de aquellos países.

De las tres, claramente la menos útil, por no decir la más inútil, es la primera, pese a que es la preferida por políticos (por ejemplo Blair en la reunión del G-8 de julio de 2005) y algunos expertos (Sachs y su fundamentación del proyecto Millenium). Es comprensible que los hombres públicos prefieran esta opción, que permite cuantificaciones llamativas y primeras páginas en los medios de comunicación (o libros de venta masiva).

Pero la evidencia sobre lo inútil de esta estrategia es bastante contundente (como muestran los libros de William Easterly). En los últimos 40 años se han producido ayudas de este tipo por valor de 2,3 billones (millones de millones) de dólares sin apenas impacto sobre los países receptores. El motivo de esta inoperancia es doble: a) responde a un diagnóstico erróneo de las causas de la pobreza (que no es la insuficiencia financiera), y b) se han puesto en práctica mediante un estéril maridaje de funcionarios internacionales con vocación de planificadores (de espaldas de la realidad e intereses de los planificados) y Gobiernos corruptos cuyo único objetivo es perpetuarse en el poder (una causa fundamental de la pobreza).

De las otras dos vías de ayuda, la más eficaz sería, con mucho, la tercera. Sobre todo porque permitiría un flujo sostenido de remesas que irían directamente a los ciudadanos de los países de origen (no a sus Gobiernos). Además facilitaría una formación laboral y empresarial de los que finalmente acabaran regresando. El desarrollo de una clase empresarial que ponga coto a las arbitrariedades de los grupos de poder es la única salida para aquellos países. Aunque se podría argumentar que la vuelta de emigrantes desde Estados Unidos al sur de Italia no ha supuesto un desarrollo empresarial en la Italia meridional, porque las instituciones imperantes en esas regiones no han terminado por quebrarse. En cualquier caso, resulta comprensible que los países europeos se resistan a la entrada masiva de inmigrantes que harían difícil el mantenimiento de su Estado de bienestar. Pero que uno acepte esos motivos no quita para que reconozca que sería una buena opción (la mejor) para los países subdesarrollados.

La segunda opción, la apertura de los mercados, sería de justicia que se produjera. Pero no está clara la magnitud del impacto favorable. Hace poco, en un coloquio, me permití afirmar que si las restricciones en los mercados de los países desarrollados tiene un impacto desfavorable sobre la agricultura de los países subdesarrollados de orden 10, las políticas de los Gobiernos de esos países tienen un impacto negativo de orden 1.000. Una exageración. Creo realmente que el impacto negativo de los Gobiernos depredadores de los países subdesarrollados debe estar en el orden de 500, frente a 10 del proteccionismo de los países de la OCDE. Desde los obstáculos a la comercialización doméstica, a los tipos de cambio sobrevaluados que dejan fuera de mercado a los exportadores, pasando por la extrema inseguridad jurídica, todo opera en aquellos países en contra de los productores que no formen parte del grupo en el poder.

Pero hay mucho que hacer para ayudar a mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos de aquellos países. Mediante programas específicos bien definidos, en los que se involucre a la población receptora en su puesta en práctica (esto es crucial) y para los que se haga un seguimiento ex post de sus logros. No es suficiente con controlar que el gasto se realice en los objetos previstos, lo que ni siquiera está garantizado en esos países. Es necesario, además, controlar que se han alcanzado los objetivos. Un ejemplo, el acceso a mosquiteros de madres y niños: no se trata solamente de comprobar que los fondos se han gastado en mosquiteros, sino que efectivamente los mosquiteros han llegado a sus destinatarios y no están almacenados en cualquier sitio o han sido desviados al mercado negro como utensilios de pesca.

Aumentar sustancialmente los fondos a las organizaciones sobre el terreno, que sean capaces de involucrar a la población en los objetivos de los programas y que permitan que se auditen los logros de los mismos, sí que parece una opción defendible.

Carlos Sebastián, Catedrático de Análisis Económico de la Universidad Complutense

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