Deslocalización
Una de las palabras que en los ámbitos económicos y sociales suscita mayores pasiones es deslocalización. Unas veces es su fantasma el que se agita para sembrar inquietudes sociales de diverso tipo, otras, su presencia es la que se usa para deslegitimar decisiones empresariales o crear en torno a ellas una sombra de sospecha y de desconfianza. En este sentido, implícita o explícitamente, se asocian con frecuencia deslocalización e ilegalidad.
Tenemos ejemplos recientes, y continuos, de reestructuraciones empresariales que contemplan la reducción o el cese de actividades, con las consiguientes extinciones colectivas de contratos de trabajo, ante las que autoridades públicas, instancias sociales y organizaciones sindicales manifiestan que 'se va a investigar si lo que en realidad existe es una deslocalización de actividades'. Por los términos y por el tono, se deduce que, de ser eso así, estaríamos ante actuaciones ilegales que podrían ser perseguidas jurídicamente.
Pero, ¿es eso así? Rotundamente no. Las decisiones empresariales de deslocalización se adoptan en el seno de una economía globalizada en la que la ampliación de los mercados, la internacionalización de las economías y el incremento de los intercambios comerciales marcan las condiciones en que se desarrolla la competencia internacional. La presión que, en esa competencia, se genera sobre los costos de determinadas producciones (las de menos contenido tecnológico, fundamentalmente), provoca que se intensifiquen los cambios en la localización de las actividades productivas, principal pero no exclusivamente industriales, a la búsqueda de mejores condiciones en términos de costos laborales y de marcos reguladores.
La oferta casi ilimitada de mano de obra no cualificada a nivel mundial favorece el proceso, y el progreso de los medios de transporte y de las comunicaciones reduce las desventajas de aquellos territorios que han estado tradicionalmente alejados de los núcleos industriales y de las áreas de servicios más desarrollados.
Además, en el ámbito de la Unión Europea, a pesar de la unidad de mercado, pueden producirse deslocalizaciones internas, quizás más peligrosas a corto plazo, dada la existencia de territorios que cuentan con una mano de obra formada y con las ventajas de la unidad de mercado, pero que mantienen, aún, costes laborales muy inferiores.
El fenómeno de la deslocalización no es, en ningún caso, ilegal per se. Será legal o ilegal en función de cuál sea el marco normativo de aplicación. Y no existen, ni pueden existir, en sociedades de libre mercado, regulaciones directamente prohibitivas de las deslocalizaciones. Las regulaciones contendrán más o menos exigencias, cuyo incumplimiento, en su caso, determinará la ilegalidad de la correspondiente actuación empresarial. Por tanto, el descubrir en un proceso de reestructuración empresarial una deslocalización no puede conllevar, de por sí, ningún reproche jurídico.
Con independencia de ello, ¿puede conllevar un reproche moral? Esto es, ¿son las deslocalizaciones malas de por sí? ¿Estamos ante malas prácticas empresariales? Nuevamente hay que decir que, en sí, no son ni buenas ni malas. Serán malas, social y económicamente, para el territorio y la sociedad que las sufren y buenas para quienes se benefician de la nueva ubicación de las actividades productivas. La mala noticia en España puede ser buena noticia en Polonia o en Marruecos. La deslocalización ha sido buena para nosotros cuando hemos recibido, como consecuencia de ella, inversiones, y comienza a ser mala cuando perdemos, por el mismo motivo, inversiones.
Eso es lo que hace muy complicada la actuación sindical en estos casos. La única arma sindical verdaderamente eficaz para condicionar estas decisiones empresariales sería la que aportaría la acción sindical internacional. Pero si las empresas son cada vez más internacionales, los sindicatos son cada vez más nacionales. No puede articularse una respuesta sindical conjunta cuando lo que perjudica a los trabajadores de un territorio beneficia a los de otros. Por eso, lo más efectivo es tratar de participar en el proceso y de asegurar el comportamiento socialmente responsable de las empresas a lo largo del mismo.
En cuanto a los poderes públicos, su actitud debería, por ello, ser mucho más pragmática. Tratar de oponerse a las decisiones empresariales, tanto por la vía de la amenaza, del enfrentamiento y de la imposición de costes excesivos, como por la vía del otorgamiento de subvenciones o ayudas, no es solución. Las decisiones empresariales deben facilitarse, exigiendo por las vías oportunas que se desarrollen de una manera socialmente responsable. Lo que es importante, más que tratar de impedir las desinversiones, es captar nuevas inversiones, y para ello es preciso ofrecer un marco regulador atractivo e incentivador. Y ello tanto en el terreno fiscal y de las políticas públicas como en el de las relaciones laborales.
Cuanto mayores sean las dificultades que encuentren las empresas para terminar actividades (y extinguir, por tanto, contratos de trabajo) menores serán los incentivos para invertir y generar nuevas posibilidades de riqueza. La mayor garantía de éxito al respecto, como demuestran el ejemplo danés o el irlandés, la constituye la disponibilidad de un marco de relaciones laborales lo suficientemente flexible y adaptable y la adopción de actitudes sindicales y políticas no beligerantes. Combinado todo ello, lógicamente, con un sistema de protección social desarrollado y con unas políticas activas de empleo eficaces.
Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo y socio de Garrigues