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Tribuna
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La competencia y el mercado

El modelo actual de defensa de la competencia va a variar sustancialmente con la nueva ley que está a punto de aprobar el Parlamento. Los autores, que se suman al Debate Abierto en Cinco Días, analizan diversos aspectos de esta normativa, en especial lo relativo al papel de las distintas autoridades reguladoras.

El periplo parlamentario de la nueva norma reguladora de la competencia en nuestro país continúa. El pleno del Congreso de los Diputados aprobó en la sesión del pasado día 22 de marzo el proyecto de Ley de Defensa de la Competencia cuya entrada en vigor, según se deduce de la propuesta de redacción, se producirá a los 20 días de su publicación. El texto, que sigue su proceso en las Cortes, se acomoda, por lo que respecta a la esencia de las prácticas prohibidas, a lo que se recoge en la todavía ley vigente -que tiene presente la realidad del marco comunitario- pero no totalmente a cuanto se avanzó en el Libro Blanco.

En este contexto, veo la necesidad de resaltar nuevamente mi disconformidad con el hecho de que de se mantengan los actos desleales como las prácticas prohibidas, en este orden. Es sabido que las normas de defensa de la competencia tienen un eminente carácter público. Por tanto, como ha subrayado el Tribunal de Defensa de la Competencia reiteradamente, los actos desleales únicamente deben ser censurados en la sede que nos ocupa cuando exceden del interés particular de personas concurrentes y afectan a ese interés público. Lo que, convendrán conmigo, sucede muy excepcionalmente.

Por otra parte, el texto que se sugiere desde el Legislativo recoge algunas referencias a los órganos que en cada caso y en función del mercado afectado deberán ser competentes para tramitar los expedientes que se inicien. Sobre este particular, basta resaltar que pueden ser tres los foros a los que acudir: el comunitario, el nacional o el autonómico.

El legislador asume el principio de autoevaluación en detrimento de la 'autorización singular'

La competencia de unos u otros dependerá del mercado relevante afectado, cuestión que entraña en muchas ocasiones una dificultad técnica muy significativa. Baste recordar que para ello se requiere efectuar, entre otros análisis, el denominado test SSNIP (Small but Significant Non transitory Increase of Price) del que resulta un marco territorial y de producto basado en lo que en términos de microeconomía constituye la elasticidad cruzada, esencialmente de la demanda.

De igual forma, el texto propuesto confirma la asunción del principio de la autoevaluación de las empresas, lo que implica que serán los propios empresarios quienes deberán definir con sus propios medios si el acuerdo, decisión y/o práctica concertada o conscientemente paralela que pretendan desarrollar impide, restringe o falsea la competencia en todo o parte del mercado nacional.

Ello supone abandonar definitivamente la denominada autorización singular, que ofrece la posibilidad de solicitar a la Administración un análisis ex ante del acuerdo, decisión o práctica a ejecutar con el fin de comprobar si éste se adapta o no a los requerimientos de la ley.

Este procedimiento de verificación previo es conceptualmente muy atractivo, toda vez que es susceptible de evitar la asunción de riesgos de eventuales sanciones económicas a las empresas -y sus legales representantes y directivos-, nada despreciables en su importe, que dicho sea de paso aumentan considerablemente con respecto a los vigentes.

En efecto, debe considerarse que la aproximación a las cuestiones que dimanan de la disciplina que ahora nos ocupa es en ocasiones compleja. Por tanto, la vía que se propone excluir constituye una cuestión a resaltar habida cuenta que, a mi juicio, se cierra una puerta a un instrumento que puede aportar seguridad al proceso de toma de decisiones de las empresas. Lo anterior, tomando en consideración que -como ya he tenido la oportunidad de manifestar en alguna ocasión- los criterios a valorar en el marco de este análisis son: los beneficios de los consumidores que se derivan de la práctica en cuestión, las cargas o restricciones que se imponen a las empresas y el coste que ello tiene para la existencia de la propia competencia. Todos de contenido indeterminado desde el punto de vista jurídico.

Este análisis previo se traslada ahora a los órganos decisorios del empresario, que en este marco deberán justificar y fundamentar inexcusablemente ante sus principales los motivos jurídicos y económicos que soportan sus decisiones y estrategias de posicionamiento competitivo en el mercado sin posibilidad de cobijarse en la confortable dársena que hasta la fecha viene ofreciendo el regulador.

Javier Fontcuberta. Socio de Landwell-PricewaterhouseCoopers y profesor de Derecho Mercantil de Esade

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