Relaciones laborales y globalización
El mantenimiento de un potente sector industrial es esencial para el desarrollo económico y el sostenimiento del sistema de bienestar social, según el autor. Para hacerlo posible es necesario, en su opinión, continuar con la reforma laboral, para potenciar el papel de los sindicatos y con una apuesta decidida por la flexibilidad
Las convulsiones recientes de nuestro tejido industrial han vuelto a provocar polémicas acerca de la globalización económica, de sus consecuencias y de las medidas precisas para afrontarla con garantías de éxito, tanto en el terreno económico como en el social. Hemos sufrido una invasión de tópicos acerca de la maldad intrínseca de las multinacionales, del inevitable carácter depredador del capitalismo y de la necesidad de una decidida acción política que impida que las decisiones de inversión (o de desinversión) tomadas por aquéllas puedan llevarse a cabo cuando suponen sacrificios de empleo o lesión de las expectativas económicas de determinados territorios.
También existen, sin embargo, y cada vez más, análisis pausados, que tratan de comprender la naturaleza de los fenómenos a los que nos enfrentamos y de afrontarlos no sobre la base de eslóganes más o menos contundentes sino de la búsqueda de soluciones sostenibles a medio y largo plazo. Y son estos análisis los que han de orientar la acción política y social dirigidas a paliar las consecuencias de decisiones económicas que difícilmente pueden impedirse.
¿Qué está sucediendo en las relaciones laborales de la economía globalizada? Ante todo, se están produciendo cambios tan trascendentes como irreversibles. La cada vez mayor integración económica mundial y las posibilidades que derivan de los avances técnicos, sobre todo de la aplicación de las nuevas tecnologías de la información en los procesos productivos, han hecho que para el trabajo de escasa cualificación exista hoy un mercado global y no mercados nacionales. Las posibilidades de mantener la unidad del proceso productivo global, pero fragmentándolo y buscando para cada uno de sus componentes la ubicación más favorable (desde el punto de vista fiscal, laboral y económico), han cambiado las condiciones en que se desarrolla la competencia internacional y ha alimentado los procesos de deslocalización productiva. Y eso, guste o no guste, ha cambiado la relación de fuerzas, en beneficio del capital y en perjuicio del trabajo.
Pero, paradójicamente, ese cambio en la relación de fuerzas convive con una nueva situación de mayor vulnerabilidad de las empresas, sobre todo industriales, particularmente en el corto plazo. Los nuevos modos de producción, las nuevas relaciones comerciales, los sistemas de suministro just in time, la competencia desaforada no sólo entre empresas sino también a veces entre centros de producción de la misma empresa o grupo, hacen que la capacidad de presión sindical, en el corto plazo, sea muy superior a la del pasado, a pesar de la mayor fortaleza empresarial y de la mayor debilidad sindical. Eso explica la evolución de los conflictos laborales en la industria y, sobre todo, que la drástica disminución del número de horas perdidas por huelgas provenga más de la corta duración de los conflictos que de la disminución de su número.
Como consecuencia de ello, en la lucha sindical (insisto, en el sector industrial) hay que distinguir entre batallas y guerra. Las batallas las pueden ganar, y las suelen ganar, los sindicatos (o los trabajadores). Las guerras, sin embargo, las ganan las empresas. Eso provoca unas relaciones laborales bastante más complicadas y más difíciles de gestionar. Y, para los sindicatos, exige cambios sustanciales en sus estrategias de actuación. Si no se tiene una visión global se corre el riesgo, como ha sucedido en algunos de los casos recientes más llamativos de crisis industrial, de que los sindicatos, conforme a la conocida tesis marxista (de Groucho), avancen de victoria en victoria hasta la derrota final.
El mantenimiento de un potente, y avanzado, sector industrial es esencial para nuestro desarrollo económico y para la sostenibilidad del sistema de protección y de bienestar social. Aunque vayamos a una sociedad de servicios, sin empresas industriales que demanden servicios avanzados y de alto contenido tecnológico, no existen verdaderas posibilidades de asegurar riqueza y bienestar para el conjunto de la población. Hemos pues de cuidar el tejido industrial, tan importante como vulnerable. Y el papel para ello de los poderes públicos, por una parte, y de los sindicatos, por otra, es fundamental.
Es necesario terminar con la autocomplacencia que deriva de la constante creación de empleo, ignorando la baja productividad del mismo y la pérdida continua de competitividad de nuestra economía. Hay que revisar todas nuestras relaciones laborales, potenciando el papel de los sindicatos y reconduciendo el de los comités de empresa (que han de tener capacidad de adaptación de las condiciones de trabajo en la empresa, pero que carecen de la visión global que resulta necesaria); más aún, potenciando el papel de los sindicatos más representativos, evitando derivas marginales y aventureras que están en el origen de muchas crisis. Es necesario apostar decididamente por la flexibilidad. La experiencia demuestra que se pueden ordenar sectores de forma flexible y competitiva, con una adecuada protección de los trabajadores, como ha sucedido en la industria química. Y es imprescindible reformar la negociación colectiva, en la que hay ejemplos flagrantes de convenios provinciales que tienen efectos verdaderamente letales para el mantenimiento de la actividad industrial.
Si nos instalamos en la ilusión de que no necesitamos más reformas, podemos vernos atropellados por un proceso de desertización industrial que haría peligrar nuestro desarrollo económico y nuestro bienestar social.
Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo, socio de Garrigues