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Tribuna
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Concilia, que algo queda

El maestro Forges es autor de una genial viñeta, publicada en El País, en la que aparecen dos señores en una oficina; es de noche y ambos se desperezan con los pies sobre sus respectivas mesas. Uno dice: 'Ahummm…! Las 9… Me voy a casa; seguro que los niños ya están bañados…'. Y le responde el compañero: 'Yo me quedo hasta las 10, no me vaya a tocar sacar el perro'.

Cuento esto a propósito de los numerosos planes que se anuncian o se han puesto en marcha para conciliar (componer y ajustar los ánimos de los que estaban opuestos entre sí) la vida personal y laboral, una exigencia creciente de las sociedades modernas, además de una necesidad sentida. Como ejemplo, la Administración habla en su Plan Concilia de '…ofrecer un abanico de soluciones que permitan una mejor convivencia entre el compromiso laboral y las responsabilidades familiares o privadas. Unas soluciones, además, que hagan más cómodo para los trabajadores el desempeño de sus responsabilidades laborales, lo que, a la postre, redundará en una mayor calidad en el servicio a los ciudadanos'. Bien. Son palabras de la Administración, no mías.

En el fondo, el debate no está en hablar de igualdad, que también, sino de ciudadanos responsables, hombres y mujeres, que quieren equilibrar su trabajo con el desarrollo de una vida personal plena y satisfactoria. Natural y desafortunadamente, una vez más nos estamos refiriendo a países desarrollados. Una gran parte del llamado Tercer Mundo -tremenda paradoja- sólo piensa en poder comer todos los días.

En el panorama laboral español ha primado siempre una arraigada cultura -si puede llamarse así- de la presencia. Sin importar mucho si lo hacías bien o mal, los jefes decían que había que estar en la oficina, o en el tajo, o donde fuere, pero siempre en el puesto de trabajo. No diré de cuerpo presente, pero casi. æpermil;sa era la exigencia durante decenios. Y esa visión, estrecha y anticuada, heredera de otros tiempos, no cuadra con la era del talento y de los trabajadores del conocimiento que pueden cumplir muy bien con su deber desde cualquier lugar, incluida su casa.

Hay que trabajar para vivir, no al contrario. La vida, como el trabajo, es un proyecto común o en soledad elegida, y 'una buena organización (…) es aquella en la que todos sus ciudadanos se sienten unidos en ese proyecto común', como escribe Richard Sennett en su hermoso libro La cultura del nuevo capitalismo.

En las empresas cuesta mucho poner en marcha procesos de cambio, aunque sean ligeros, no supongan mucho cambio y sean políticamente correctos. La bella teoría pugna muchas veces con una realidad que es cruda y, casi siempre, dura; en ocasiones, muy dura, y siempre terca. Ese difícil equilibrio lo tenemos que hacer posible entre todos, jefes o no. Y, en estos tiempos que corren, todos somos, individual o colectivamente, dice Aristóteles, organismos que vivimos comunitariamente. El individuo que se sabe y se siente integrado en una comunidad adquiere una robusta conciencia moral articulada en torno a fines comunes. Frente a los derechos individuales básicos no podemos infravalorar u olvidar la importancia de la comunidad o del servicio a la ciudad o la ciudadanía. Es decir, los deberes.

Conciliar es un derecho, pero hay que rendir y compensar con igual intensidad todo lo conciliado. Hoy menos que nunca el hombre puede dejar de integrarse, de equilibrarse, de compatibilizar todos los matices de su vida: personal, familiar y laboral. Y a esta tarea las empresas deben empujar, haciendo proyectos y, sobre todo, cumpliéndolos. Es decir, siendo coherentes y dando ejemplo, especialmente los que deben hacerlo.

Está claro que no es lo mismo, como diría un castizo, predicar que dar trigo. Como ejemplo, la historia/leyenda recoge algo que viene al pelo: Gandhi recibió en una ocasión a una desesperada madre que, acompañada de su hijo, había hecho a pie muchos kilómetros para ver al Mahatma (Gran Alma), un título con el que lo bautizó Rabindranath Tagore. La madre se acercó a Gandhi y le pidió que convenciera a su hijo para que dejara de comer dulce porque tal circunstancia perjudicaba seriamente a su salud. El líder indio le pidió a la madre que, si podían, volviesen dentro de dos semanas. Y así lo hicieron, caminando durante días decenas de kilómetros en un duro viaje. Al cabo de 15 días, Gandhi reconoció a la madre y al hijo entre los que le rodeaban y llamó al chico. El maestro le dijo unas palabras al oído y la madre le preguntó a Gandhi qué le había transmitido a su hijo. 'Que no tome dulces; que es muy malo para su salud'. La madre, sorprendida, y pensando en las largas caminatas que habían padecido, respondió al Mahatma que eso mismo pudo decírselo dos semanas antes. Gandhi, sin inmutarse, respondió a la mujer: 'Hace dos semanas, yo también comía dulce'.

Juan José Almagro. Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre

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