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Tribuna
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La pregunta del siglo

La inmigración es uno de los fenómenos que está determinando el nacimiento de una nueva era. No es un acontecimiento nuevo, resulta propio de la Historia de las Civilizaciones, si bien en este comienzo de siglo anuncia repercusiones relevantes para las próximas cinco décadas, periodo en el que seremos un total de 9.000 millones de habitantes en la Tierra, tras haber crecido un 50% en esos años.

Es un hecho que una gran parte de Sudamérica, Centroamérica y África no alcanzarán los Objetivos del Milenio en el año 2015 sobre erradicación de la pobreza, en algunos de ellos es previsible que retrocedan, y es, por tanto, probable que la consecuencia más inmediata sea la de generar una mayor inmigración, antes, incluso, de llegar a esa fecha.

Esos países disponen de recursos naturales, pero carecen de políticas capaces de equilibrar su explotación y distribución y no parecen valorar el hecho de que los más jóvenes de entre sus habitantes, los más aptos, abandonen sus países hacia destinos ignotos, aunque prometedores, según captan de su medio de referencia: la televisión. Los recursos más valiosos de un país son sus personas y, en el caso de África y América, es precisamente lo que más pierden año tras año. Algunas de estas regiones han visto aumentar de manera notable sus reservas de divisas, favorecidas por el alto nivel de los precios de las materias primas, y no por ello su deuda externa o las situaciones de pobreza se han aliviado.

Hasta aquí la visión teórica. La perspectiva práctica ofrece otro panorama. No son cuestiones ajenas, por muy lejanos que estén estos países. Son parte ya inseparable, permanente, de nuestra vida, asuntos de primer orden que se suman a otras necesidades sociales que apenas han empezado a abordarse. Se han incorporado a nuestra sociedad, aunque más lentamente a nuestra economía, pero esto es sólo una cuestión de tiempo.

Se puede ver este fenómeno, en su aspecto más frágil, en alguno de los centros de acogida de menores con los que trabajan las cajas de ahorros para enseñarles nuestro idioma, también un oficio, a muchachos que en sus países ya trabajaban a pesar de su corta edad y no terminan de entender por qué aquí no pueden.

Es un tanto abrumador oír contar a chicos de 16 años que navegar en precario durante 11 días para llegar a nuestras costas es un paseo, un esfuerzo sin importancia, en comparación con los 20 días o más que a veces pasan en la mar para pescar.

Es también descorazonador escuchar en sus narraciones que sus familias les recuerdan que están en nuestro país para algo y les reclaman el dinero que se espera de ellos. Estas son algunas de las historias más agradables que menores de edad explican espontáneamente en un español casi irreconocible, pero aprendido en tres meses de forma encomiable. Los relatos más crudos, los dolorosos, sólo surgen si se les insiste con más de una pregunta. Contestan con franqueza, aparentan fortaleza y atrevimiento, cualidades que aplican a la pregunta que ellos, recíprocamente, formulan a sus interlocutores esperando una respuesta favorable: ¿tienes un trabajo para mí?

Carlos Balado Director de Obra Social y Relaciones Institucionales de la CECA

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