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Columna
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Revuelto de agencias

Cada vez que aparece una opa sobre una gran empresa y hay lugar a intervención de las diferentes autoridades implicadas, tales como agencias, ministerios, Gobierno, organismos de la Comisión Europea y otros, se tiene una impresión de descoordinación y discrepancia que parecen derivar de la defensa a ultranza de intereses o posiciones que, a su vez, se remiten a normas y principios que nadie diría son los mismos. Las agencias discrepan entre ellas y con el Gobierno y éste con la Comisión Europea. Lo mismo ocurre con Gobiernos de otros países, que exigen a otros que faciliten la actuación de sus empresas, mientras hacen lo contrario cuando son las de terceros las que toman posición en el suyo.

La discrepancia comienza con la acusación velada, que a veces llega a ser explícita, de actitud partidista. Sigue con la descalificación y la justificación basada en 'el amparo legal', aunque esa norma haya sido hecha ad hoc y contravenga normas de mayor rango. A renglón seguido la batalla pasa por los grandes bufetes de abogados y por las agencias de comunicación, que alimentan puntualmente a los medios. Mientras, los actores, los que ofrecen la compra y los que se defienden buscan aliados financieros y socios empresariales recurriendo a alianzas de todo orden. Al observar el pandemónium hay sensación de inseguridad jurídica y de luchas por parcelas de poder, con el consiguiente descrédito de la ley.

Las agencias nacen con presunción de independencia. Se busca esa formalidad para lograr dos medios: que sus miembros cuenten con más eficiencia y libertad que la de los funcionarios, dado que éstos están obligados por sus reglamentos, y que pueda pagarse con más largueza a sus técnicos, a fin de atraer profesionales altamente calificados que tendrían un alto coste de oportunidad si hubieran elegido la carrera funcionarial. Sin embargo, a menudo sus gestores han sido nombrados por políticos que escogen a personas afines, incluso con cuotas según la representatividad de las distintas formaciones. Se quiera o no, el origen del nombramiento cuenta y también lo hace el esprit de corps y la actitud militante de algunas agencias que valoran su propia eficiencia por la amplitud, profundidad y radicalidad de sus normas y actuaciones. Con ese espíritu sus actuaciones se superponen, sea porque las competencias se solapan, sea porque una tiene competencia europea, la otra estatal y una tercera autonómica, lo que añade más posibilidades de combinar las interferencias.

El premio Nobel George Stigler, que dedicó buena parte de su labor investigadora al estudio de la regulación, planteaba que la profusión de normas responde más a la voluntad de regular que a la necesidad de hacerlo. Si a la voluntad se le añade la presión de grupos de interés para hacerlo puede llegarse a que se pida la regulación de cosas como el modo de certificar prácticas empresariales voluntarias, so pretexto de proteger a las empresas que ya han asumido esas prácticas.

En realidad la mayor parte de las que dan información pública de su actuación en este ámbito desean persistir en el plano de la voluntariedad, pero hay ideólogos, asesores y certificadores que han encontrado un gran mercado potencial y desean consolidarlo, para lo cual la norma y una agencia específica les es muy conveniente. Así, no se trata ya de que los regulados capturen a los reguladores, sino que amplían su ambición, dan un paso más y pretenden crearlos según su designio.

Las normas que surgen con la mejor intención pueden degradarse. Las auditorías y certificaciones, cuando proliferan, corren el riesgo de banalizarse y convertirse un simple requisito formal ajeno al objetivo inicial de promoción de buenas prácticas. En su día la certificación de calidad fue muy importante; hoy, cuando se exige en algunas licitaciones públicas, ha perdido parte del prestigio inicial.

Lo mismo podría pasar en la prevención de riesgos laborales y en su implantación formal en los centros de trabajo, aunque en este caso hay en curso un valioso -y eficaz- esfuerzo impulsor por parte de la Fundación de Prevención de Riesgos Laborales para conseguir que, lejos del relajamiento, se llegue a una cultura compartida de prevención a pesar de la inercia y la tentación del cumplimiento formal.

Si la tendencia comentada no se ataja enérgicamente el propósito fundacional de las agencias se pierde. De sus normas derivan obligaciones de cumplimiento formales, pero costosas, que no sólo no aportan nada relevante al objetivo perseguido sino que hacen incurrir en costes innecesarios que perjudican al bienestar. Por esta vía, el Estado puede pasar a privatizarse en beneficio de algunos de sus gestores, clientes y mentores.

Joaquín Trigo. Director ejecutivo de Fomento del Trabajo Nacional

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