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Tribuna
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La economía de la felicidad

Primer lunes del año, como quien dice. Adiós al espejismo estival. Un momento estupendo, antes de que desaparezca la marca del bañador, para hacer buenos propósitos, preguntarse por el secreto de la (in)felicidad, y correr en su búsqueda. Tradicionalmente, el estudio de la felicidad ha estado en manos de los psicólogos. Sólo recientemente han comenzado los economistas a prestarle atención. No sólo ellos; la felicidad es hoy una de las materias favoritas de numerosas disciplinas. Y cada día sabemos más cosas. Conocemos las actividades que se desarrollan en el cerebro cuando la gente disfruta de experiencias felices. También sabemos que la química de la felicidad es similar entre personas y animales. Estas cuestiones, entre otras, eran desveladas en The Happiness Formula, un reciente programa divulgativo de la BBC. La serie nos muestra también el trabajo de un economista de Warwick, que ha estimado el valor monetario de algunas cosas que nos hacen felices. Así, una persona sin amigos debería, para compensar, recibir 75.000 euros. También ha estimado que el matrimonio ofrece una felicidad equivalente a la que resultaría de recibir 90.000 euros al año.

Sin embargo, no todo es dinero. En 1974, el economista Richard Easterlin, uno de los pioneros, ratificó lo que ya sabían nuestras abuelas: el dinero no da la felicidad. Resulta que, aunque los ricos son generalmente más felices que los pobres, incrementos en la renta no vienen acompañados de incrementos equiparables de la felicidad percibida. El dinero produce rendimientos decrecientes de felicidad. Así nació la Paradoja de Easterlin. Hay quien la explica diciendo que las aspiraciones crecen con los ingresos. Nunca tenemos suficiente. Además, lo que de verdad nos importa es la comparación con quienes nos rodean. De ahí nuestro interés por conocer el salario del vecino. Otra explicación de la paradoja nos dice que el nivel de felicidad de cada persona viene dado. La felicidad sería algo así como la temperatura corporal, aunque diferente para cada individuo. Ganar en la lotería, por ejemplo, sólo modificaría nuestro nivel de felicidad momentáneamente.

Otros economistas han avanzado sobre los resultados de Easterlin. Como Richard Layard, autor de Happiness: Lessons from a new science, donde resaltaba el rol del estatus en la felicidad de las personas. También ofrecía recomendaciones de política pública para la construcción de sociedades más felices.

Más recientemente, un equipo liderado por Daniel Kahneman, Nobel de Economía en 2002, publicaba en Science los resultados de un trabajo de investigación sobre la felicidad. Durante un día de trabajo, cada 25 minutos, y en distintas situaciones, se preguntó a 374 personas como se sentían. Además, los participantes anotaban en un diario las actividades del día, describiendo si les hacían sentirse felices. Posteriormente, los investigadores construyeron un ranking de las cosas que provocan (in)felicidad. Los resultados muestran que las personas con dinero están más satisfechas, en general, con sus vidas que las de renta más baja. Sin embargo, esta mayor satisfacción no se traduce en que los días transcurran más felices. De hecho las personas de mayores ingresos tienen una mayor probabilidad de manifestar ansiedad o enfado en un momento concreto del día. La razón residiría en que estas personas pasan más tiempo en actividades que no les hacen particularmente felices: yendo al trabajo, trabajando, y en el desarrollo de tareas domésticas o asimilables. En suma, el dinero no viene gratis. Por si alguien no lo sabía.

El artículo de Science también nos ofrece pistas para este curso. En primer lugar, sugiere reducir el tiempo dedicado a llegar al trabajo. El tráfico matutino, dado su carácter impredecible, es una de las penalidades a la que el ser humano no es capaz de adaptarse. Un gran fuente de infelicidad. También debemos saber que, a la hora de gastar, las experiencias proporcionan un bienestar más duradero que los bienes materiales. No suelen estropearse y nos dejan buenos recuerdos. Por lo demás, la terapia habitual: menos trabajo y más, y mejor, ocio.

Más fácil de decir que de practicar. En cualquier caso, a mal tiempo, buena cara. Recuerden que las personas felices viven, como media, nueve años más que los tristes. Además, siempre nos queda el recurso de cultivar la cristiana gratitud; un estudio de las universidades de California y Miami, publicado en 2003, mostraba que la gratitud por las cosas de las que disfrutamos nos ayuda a tener pensamientos positivos y a mantenernos felices. Los participantes en el estudio de las universidades mencionadas anotaban en un diario las cosas por las que estaban agradecidos. Les ayudaba, al parecer, a olvidarse del vecino. Y a mantener el optimismo. Por mi parte, empiezo hoy mismo.

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