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Relatos de verano

Eternidad

Baumann, huelga decirlo, era según Manuel un espíritu aventurero, uno de esos corazones en que la paradoja halla su natural acomodo, capaz de embelesarse con un madrigal de Monteverdi y, horas más tarde, dispuesto a rebanarle las orejas a un pelotón de cadetes atrapados en el claro de un bosque. Por eso no resulta extraño que, al cabo de sólo dos semanas al mando de la tropa, sus subordinados apareciesen con varias carpetas repletas de partituras, cuatro relucientes atriles, dos violines, una viola y un chelo confiscados nadie sabe dónde, pero en cualquier caso imprescindibles para levantar ese pequeño teatro de ensueño y maravilla que ahora resucita, de labios de un anciano, entre el bullicio dominical del Madrid de los Austrias.

Lo que, atendiendo a las explicaciones de Manuel, resulta más difícil de aceptar es lo que luego sucedió, la fantástica historia de los caballos melómanos de la compañía hipomóvil, su vinculación secreta y aún hoy oscura con la música interpretada por Baumann y sus hombres.

Todo comienza en la aldea de Rogoznin, un arrabal a las afueras de Kiev, en la república de Ucrania, el 25 de diciembre de 1941. Aquella noche de Navidad, en un enorme barracón de treinta metros de largo por quince de ancho, el cuarteto de Baumann interpreta ante ciento cincuenta oyentes un programa que incluye La muerte y la doncella, de Franz Schubert.

Manuel precisa que fue al inicio del segundo movimiento, durante el andante, cuando un caballo lleno de mataduras se situó en ese espacio indeterminado entre intérpretes y público que no pertenece a los unos ni al otro, sino que es propiedad exclusiva del sonido, y allí erguido, sereno como una roca, mascando en completo silencio el forraje del tiempo de pronto convertido en corcheas, calderones y fusas, con las orejas a modo de pequeños radares moviéndose a derecha e izquierda, permaneció absorto en su quietud de estatua mientras un puñado de almas aburridas comentaba en voz baja el parte de víctimas o la última carta recibida desde Alemania.

Baumann debió de sentir entonces la tentación de detener el concierto para que se expulsara al inesperado visitante, pero viendo que las razones del caballo para sumarse al auditorio eran puramente musicales, y que del resto de oyentes, acaso por hastío o indiferencia, no cabía esperar queja alguna, sus ojos volvieron a la partitura como si nada hubiese sucedido.

Claro que la verdadera revolución -recuerda Manuel- con una media sonrisa esbozada tras el humo del ducados tuvo lugar durante la interpretación del scherzo, cuando una docena de sombras gemelas a la del primer caballo irrumpieron con su olor acre y caliente en el ámbito del barracón, hurtando al público la vista del cuarteto. Entonces sí que Baumann y sus acompañantes, con Manuel al chelo, alzaron los arcos de sus instrumentos con intención de detenerse, aunque sólo para dejarlos caer al momento, atrapados ya por la magia del instante, vencidos sin réplica, entregados al prodigio de aquella comunión entre hombres y bestias, toda vez que adivinaron en los ojos de sus monturas (en su mayoría cansados caballos de tiro, a buen seguro carne de matadero, a los que la urgencia de la guerra había librado de convertirse en comida para mendigos y perros) una emoción mucho más noble y profunda que la del resto de asistentes. Y de ese modo, haciendo de la excepción costumbre, sucedió que aquel primer concierto en Rogoznin inauguró la insólita carrera de la compañía hipomóvil de la División Azul y sus caballos melómanos.

A cada concierto -apunta Manuel mirándose la manga vacía del traje- se percibían cambios en la fisonomía de los caballos. Las orejas, casi tan puntiagudas como las de los diablos en los bestiarios y códices medievales, se especializaban orientándose hacia un único tipo de sonidos, los musicales; la cara, acaso por influencia de la transformación externa del aparato auditivo, perdía ciertas facetas, se prolongaba en líneas netas y diáfanas, mostraba visajes nunca antes vistos; incluso los belfos, por lo común resecos a consecuencia de las gélidas temperaturas, se poblaban de una baba súbita y ardiente, como si la música fuera un auténtico manjar. Schubert actuaba como una droga: bastaban unos pocos compases del andante, a través de la cortina de lluvia o el manto de nieve, y ya los caballos acudían solícitos, atraídos por su recién adquirida vocación.

Mientras la campaña rusa fue un éxito los conciertos se repitieron con asiduidad, de modo que las bestias se mostraban pacíficas, inmunes al azote del clima y al hostigamiento de las patrullas enemigas. Manuel, que aprendía alemán a marchas forzadas, transformaba la historia en virtud, y como aquel glorioso emperador que un día lo fue de Alemania y España, en vez de con Dios hablaba con los jacos en su lengua materna, reservando para sus jefes militares el idioma del imperio emergente.

Dando cuenta de su segundo campari, Manuel me informa de cómo Baumann, en las noches de frío pavoroso, cuando la orina se congelaba en el aire y el cuero de las botas se doblaba como si una mano invisible lo forzara, entraba en las caballerizas con los cuatro instrumentos a cuestas y los depositaba, entre la paja y la tierra, para que los caballos les prestaran calor impidiendo que el frío los dañara. Por aquel tiempo cualquier lugar era idóneo para interpretar La muerte y la doncella: un colegio abandonado, un campo de patatas, un galpón junto a las hogueras donde la infantería vivaqueaba. Y nadie experimentaba asombro al ver a los trece caballos -siempre ese número, indica Manuel, ni uno más ni uno menos- formando dos, tres y hasta cuatro filas para escuchar impertérritos, como gigantes de sal, la música del vienés sifilítico.

Manuel mira con desdén a un grupo de turistas y chasquea la lengua. Cuenta ahora cómo las cosas comenzaron a torcerse; la coincidencia en el calendario del comienzo de la derrota y del permiso de Baumann a causa de una herida en una tibia; sus noventa días de exilio en Berlín mientras los caballos, taciturnos y fantasmales, escuchaban el estruendo de los morteros y el fragor de los incendios aguardando a que el aire trajera las frágiles notas de una viola.

Otoño de 1942: el cerco a Estalingrado está en su apogeo; nadie se atreve a ocupar el lugar de Baumann en el cuarteto; el desánimo, los sabañones de Manuel y la amargura casi humana de los caballos crecen a un tiempo, en perfecta aunque trágica armonía. Y de pronto, un mediodía de diciembre, a las puertas del invierno, el teniente reaparece mostrando una leve cojera, pletórico de vida, feroz, franco, colosal en su apostura, un gestor de la belleza.

Por unas semanas -asegura Manuel con los ojos húmedos por el recuerdo- pareció que las aguas volverían a su cauce, que la compañía hipomóvil recuperaría, gracias a la contagiosa alegría de su jefe, el esplendor de días pasados, pero en realidad todo fue un espejismo, el viejo bálsamo de la música nada podía ya contra la evidencia de la derrota, y el invierno, pétreo y musculoso, un titán ataviado de blanco, estaba rompiendo en pedazos el corazón de caballos y hombres.

Las afueras de Estalingrado están salpicadas por cientos de lagos cuyas aguas, en la temporada de nieve, se hielan. El lago Nazarov, a cuatro verstas del centro de la ciudad, extiende sus dos mil metros cuadrados al pie de un valle que le presta su nombre, donde en verano es posible nadar y practicar la pesca y en invierno unos pocos valientes patinan y levantan muñecos usando como armazón palos de escoba. Pocos días antes de la gran ofensiva soviética de comienzos del año 43, Baumann y sus hombres tocaron por última vez La muerte y la doncella en tan insólito escenario.

Fue ya entrada la noche -precisa Manuel-, con la luz de la luna por testigo, cuando el cuarteto caminó hasta el centro del lago y comenzó a tocar, los músicos sentados sobre incómodas sillas de tijera y vistiendo sus impolutos uniformes de caballería, formando un círculo alrededor del cual se fueron congregando, uno a uno, serenamente, los trece caballos. Había que ver -dice Manuel buscando las palabras como un orfebre busca el tallado más exacto para un diamante-; había que ver con qué dignidad y desesperanza, sí, ésas son las palabras adecuadas, con qué dignidad y desesperanza tocaron aquella noche para su auditorio, conscientes aunque al tiempo orgullosos de la inutilidad de tanta belleza en medio de la desolación; había que verlos sobre la lámina de hielo, absortos en su música, sí, tan dignos, tan completamente vacíos de esperanza alguna en el futuro, interpretando aquel andante entre cuyas notas cualquiera podía advertir que el hielo se estaba rompiendo, sí, con absoluta dignidad, con absoluta desesperanza, ésas son sin duda las palabras indicadas; había que verlos mientras la placa de hielo iba cediendo bajo el peso de hombres, animales e instrumentos, con ese ruido peculiar que el hielo produce al romperse, un ruido imposible de olvidar, como si una cremallera infinita se abriera sin pausa, como si las vértebras de un cuerpo fueran desgajándose una a una, sí, con aquel frío implacable y el enemigo a punto de atacar emboscado tras sus tanques, sus sacos de arpillera, su tozudez asiática.

Manuel vuelve a contemplar la manga vacía del traje y me pregunta si alguna vez he visto cómo se hunde un caballo en el hielo, con sus patas lanzadas hacia delante y hacia arriba, semejante a una figura de tiovivo, con los pulmones a punto de reventar resollando como fraguas, con el pelaje llenándose de escarcha y los ojos, locos en el perímetro de sus órbitas, mirando sin ver. Y yo respondo que no, pero acato su pena sentado en esta terraza de verano del Madrid de los Austrias, en la bulliciosa Cava de San Miguel, pues me basta con ver la manga vacía de su traje, el brazo ausente con el que Manuel atacaba las cuerdas del chelo, el miembro que un caballo le arrancó cuando intentaba huir abrazado a su instrumento en el instante en que el resto del cuarteto del teniente Baumann y los trece caballos de la compañía hipomóvil, oyendo el andante de La muerte y la doncella, de Franz Schubert, desaparecían, digna y desesperanzadamente, bajo las aguas del lago Nazarov.

Diccionario sin levantarse

Wehrmacht: Es el término alemán empleado para referirse a la Fuerza Aérea histórica del Ejército de Alemania desde su creación en 1910 hasta 1945.Reichstag: Parlamento alemán.Madrigal: Composición musical para varias voces, sin acompañamiento, sobre un texto generalmente lírico.Belfo: Cada uno de los labios del caballo y de otros animales.Galpón: Casa grande de una planta.Vivaquear: Dicho de las tropas: pasar las noches al raso.Versta: Medida itineraria rusa, equivalente a 1.067 metros.

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