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Tribuna
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Verano y huelgas

Con la llegada del verano vuelven, puntuales a su cita, las huelgas en determinados servicios públicos. El transporte de viajeros y la recogida de basuras y limpieza urbana se ven, una vez más, alterados por las huelgas de sus trabajadores, que aprovechan los desplazamientos masivos de los ciudadanos en estas fechas, en el caso de los transportes, y la celebración de fiestas locales o la afluencia de veraneantes, en el caso de la limpieza urbana, para amplificar sus consecuencias y aumentar la presión ejercida. El bloqueo del aeropuerto de El Prat, ilegal desde el punto de vista laboral y del orden público, no es más que la manifestación extrema de un proceso de descomposición acelerado.

Frente a las reacciones, cada vez más críticas, de la opinión pública, los huelguistas suelen ampararse en el derecho constitucional de huelga que, nos recuerdan, es un derecho fundamental. Es hora de acabar con estas historias. Una democracia madura no puede, y más superados ya los complejos propios de los tiempos de la transición política, que 'invadieron' los primeros años de vigencia del texto constitucional, seguir manteniendo en la anomia un conflicto de intereses tan importante como el que se da en los supuestos de ejercicio del derecho de huelga con afectación de otros derechos de terceros ajenos al conflicto.

La Constitución ordena al legislador que regule el ejercicio del derecho de huelga, para asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad, y también, lógicamente, porque en eso consiste toda regulación, para establecer las condiciones y los límites de dicho ejercicio. El incumplimiento, que ya va para 30 años, de este mandato provoca que siga vigente una norma de 1977 que, a pesar de los retoques del Tribunal Constitucional, ignora, como no podía ser de otra manera, las profundas transformaciones acaecidas en las relaciones laborales y en la realidad social.

El modelo tradicional de huelga, que es el que inspira la regulación de 1977, es el propio de una sociedad industrial, cuyo desarrollo vio crecer y madurar a la mayoría de las instituciones laborales. En él hay dos partes enfrentadas, el empresario y los trabajadores. æpermil;stos, cuando ejercen el derecho de huelga, se abstienen de trabajar y dejan de percibir los salarios. El empresario no abona salarios, pero pierde la producción. Los ciudadanos se mantienen ajenos al conflicto, la presión se ejerce sobre el empresario y la distribución de sacrificios entre éste y los huelguistas es equilibrada. La ley sólo debe regular los formalismos que han de respetarse, las garantías que han de existir para el mantenimiento de las instalaciones productivas y la evitación de daños a las mismas, y la tutela de los huelguistas, para que no resulten perjudicados (más allá de la pérdida del salario) por su participación en la huelga.

Hoy, sin embargo, este modelo no es el prevalente. La sociedad se ha terciarizado, el peso del sector industrial es mucho menor, y las relaciones laborales han visto disminuir drásticamente la conflictividad, al compás de la mayor importancia de la participación y de la negociación. La mayor parte de las huelgas actuales se producen en empresas prestadoras de servicios públicos.

Estas huelgas no responden al modelo precedente y no deberían estar reguladas por una normativa hecha pensando en el mismo. Ante todo, aparece un tercer actor, cuyos intereses han de ser tomados en consideración: los ciudadanos, usuarios de los correspondientes servicios. La presión, ahora, no se ejerce sobre el destinatario de la huelga, el empresario, que es además quien puede aceptar las reivindicaciones de los huelguistas, sino sobre los ciudadanos e, indirectamente, sobre los poderes públicos responsables de la tutela del servicio, que han de afrontar las protestas de los mismos. Además, cuanto mayor sea la importancia del servicio alterado, por sí mismo o/y por las fechas en que se produce la alteración, mayor es el poder de presión de los huelguistas. Aparecen sectores o grupos de trabajadores, muchas veces intensamente corporativizados (en el sentido de Croce, cuando decía que toda corporación es una conspiración contra el público), que gozan de un poder exorbitante y que lo utilizan para obtener privilegios y ventajas injustificados (y lo mismo hacen, cuando tienen ocasión, como demuestra el conflicto de El Prat, los sindicatos tradicionales).

Esta situación debe terminar. Se trata de una asignatura pendiente de nuestra democracia que debería avergonzar a los legisladores. Las nuevas huelgas han de regularse con criterios distintos de los tradicionales, asegurando un adecuado equilibrio entre los intereses afectados por las mismas. Equilibrio que puede implicar la limitación de las posibilidades de recurrir a la huelga, excluyendo por ejemplo determinadas fechas para la misma, y también la prohibición de la huelga como expresión de conflicto, porque hay derechos ciudadanos que no pueden ser ni mínimamente sacrificados, previendo en su lugar otros procedimientos, como los de arbitraje obligatorio. Ningún Gobierno debería permitir que pequeños (ni grandes) grupos de trabajadores tomen a los ciudadanos como rehenes para mejorar (muchas veces bastante más allá de lo que el mercado aconsejaría) su situación laboral.

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