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Columna
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El conflicto de la Agencia Tributaria

Actualmente la Agencia Tributaria vive una etapa de incertidumbre respecto a su futuro, debido al proceso de reformas estatutarias y especialmente por el plazo de dos años que fija el Estatuto de Cataluña para rediseñar la configuración de las Administraciones tributarias estatal y autonómica. Pues bien, a lo anterior hay que añadir que en las últimas semanas la institución ha vuelto a verse convulsionada con agitadas asambleas de funcionarios, airadas concentraciones y manifestaciones, comunicados a los medios, negociaciones con los grupos políticos... Por ello, puede resultar conveniente aportar un análisis desde la serenidad y la reflexión.

De entrada, hay que recordar que la Agencia Tributaria es una organización grande y compleja, por lo que debe entenderse como natural la existencia en su seno de conflictos de personal. La peculiaridad del caso es que además de los que periódicamente se manifiestan entre los empleados y la dirección, dentro de la Agencia existe un conflicto de carácter permanente entre dos grandes bloques de funcionarios: los inspectores de Hacienda y los técnicos de Hacienda. Ambos grupos mantienen históricamente dos posturas absolutamente opuestas y mutuamente excluyentes entre sí sobre una concreta cuestión que las dos partes consideran casus belli, lo que provoca que el problema tenga, si es que la tiene, una difícil solución.

Veamos, los técnicos forman parte del llamado grupo B de la Administración, funcionarios a los que se les ha exigido una titulación universitaria de grado medio para ingresar en el Estado. En la Agencia Tributaria son aproximadamente 6.000, realizan por lo general funciones técnicas en las diversas facetas de la gestión del sistema tributario y aduanero, y con relativa frecuencia ocupan puestos de carácter predirectivo. Por su parte, los inspectores forman parte del grupo A de la Administración, para lo que se requiere una titulación universitaria superior y un proceso de selección más duro y selectivo que en el caso anterior. En la Agencia Tributaria son del orden de 1.500, y desempeñan las funciones técnicas más complejas y la práctica totalidad de los puestos directivos de la organización.

El número de efectivos, la capacidad profesional y el rendimiento laboral de los dos colectivos descritos determinan que cada uno de ellos resulte absolutamente imprescindible para el buen funcionamiento de la Agencia Tributaria, dándose como circunstancia adicional que organizativamente están encuadrados en equipos, unidades, dependencias y delegaciones integradas por técnicos e inspectores, por lo que el permanente conflicto y el inevitable deterioro de la convivencia afectan negativamente al desarrollo de la función pública que desempeñan.

La aspiración de los técnicos, largamente sentida e impulsivamente manifestada, consiste en que se configure ad hoc un nuevo cuerpo del grupo A en el que se integren aquellos de sus componentes que dispongan de la titulación universitaria correspondiente. Alegan en defensa de su aspiración la inexistencia en otros países de la Unión Europea de un grupo B de funcionarios, así como la complejidad técnica de las funciones que desarrollan.

La postura de los inspectores es contraria a una solución de ese tipo, argumentando su posición en que la posible adaptación de la Administración española al entorno europeo debe realizarse de modo global y simultáneo -futuro Estatuto de la Función Pública-, y no de modo parcial y anticipado en la Agencia Tributaria -futura Ley de Prevención del Fraude Fiscal o cualquier otra norma legal utilizada al respecto-, respetándose escrupulosamente los principios constitucionales de mérito y capacidad para el acceso a la función pública.

En todo caso, es indudable que sobre la cuestión analizada influye un hecho objetivo: en nuestra Administración, el título habilitante para el desempeño de los diversos puestos de trabajo suele ser el grupo al que se pertenece -A o B-, por lo que es evidente que los términos del conflicto afectan notablemente a las expectativas profesionales de unos y otros.

Así las cosas, ambas partes plantean el dilema en términos de gana-pierde, de modo que el triunfo de una posición lleva inevitablemente acarreada la derrota de la otra. Para la Agencia Tributaria, y por ende para la sociedad española, cualquier salida incorpora un coste significativo, pues el colectivo que se sienta derrotado sufrirá una notable pérdida de vinculación y de sentido de pertenencia a la institución en la que desempeña su trabajo.

La sociedad española puede -quizás debe-, ante la situación descrita, exigir de todos los actores del drama la máxima responsabilidad en sus comportamientos. Los funcionarios afectados deben entender que si bien cualquier aspiración profesional resulta legítima, no lo es cualquier medio que se utilice para intentar conseguirla. La dirección de la Agencia y las autoridades del Ministerio de Hacienda han de interiorizar que aunque en su origen se trate de un conflicto entre grupos, una vez que estalla, es su obligación dirigir la solución o el encauzamiento del mismo, amén de evitar posibles daños colaterales.

Por último, los partidos políticos deberían comprender que está en juego la estabilidad y el futuro de una institución importante del Estado, y en concreto puede que alguno de ellos descubra ahora que el ejercicio pasado de la piromanía, además de ser dañino para los intereses generales, resulta posteriormente incómodo si cuando rebrota el fuego te pilla de bombero.

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