Tres términos ambiguos
Es de sobra conocida la difícil relación entre política y lenguaje así como los intentos de la primera por apropiarse de los significados de ciertos términos. Hoy me propongo analizar tres especialmente relevantes en nuestras sociedades occidentales. Empezaré por el más notorio de ellos, la democracia, para seguir con los derechos y terminar con el interés general.
Democracia comenzó significando en griego una forma concreta de gobierno pero con el paso del tiempo ha terminado siendo para nosotros tanto una forma de gobierno como un valor político. Es tal su fuerza hoy en día que en nuestro lenguaje corriente lo manejamos, a nuestra conveniencia, como un sustantivo, un adjetivo, un verbo y un adverbio sin detenernos a pensar si esos usos corresponden a una idea medianamente razonable. Expuesta por primera vez hace unos 2.500 años por el historiador griego Tucídides y puesta por él en boca del famoso político ateniense Pericles, la democracia era tanto un modo de organizar su forma de gobierno y las instituciones que le daban cuerpo como un modelo de vida o un ideal político basado en determinadas cualidades que los inspiraba. Pero una vez en circulación, la democracia como forma de gobierno fue puesta inmediatamente en cuestión nada menos que por Platón y Aristóteles, hasta el extremo de que este último no calificó con el nombre de democracia sino con el de politeia (o gobierno constitucional) la forma de gobierno inspirada y ejercida en pro del bien común.
Los siglos pasaron pero perduró la discusión respecto en dónde residía el bien común. La Revolución Francesa decidió emplazarlo en una nueva entidad legal llamada la nación. Pero pocos años antes, al otro lado del Atlántico, y para prevenir lo que Jefferson denominó ' despotismo electivo', otros dos políticos americanos, Madison y Hamilton, acuñaron el concepto de democracia representativa, hoy de uso común para designar esa peculiar mezcla de igualdad y desigualdad mediante la cual los ciudadanos escogemos periódicamente con nuestros votos a una reducida minoría que nos gobierna entre una elección y otra. El problema reside en que dado el papel de los modernos partidos políticos y el grado de profesionalización de la política en general, actualmente todo ello significa -salvo en los casos extremos de un referéndum- que una vez emitido el voto nuestra opinión prácticamente no es tenida en cuenta -entre otras razones porque sistemáticamente se nos niega la información necesaria para conformarla- y, en segundo lugar, porque la fuerza del nombre democracia como vocablo encubridor de los valores políticos más nobles se ha sustituido por la democratización de todo y lo único que nos mueve son nuestros derechos.
También aquí la utilización actual y más frecuente del concepto es relativamente reciente. Así, casi todas las sociedades humanas han tenido una idea respecto a cómo deberían organizarse y cómo sus miembros habrían de comportarse. Existía un cuerpo de normas que confería un carácter claro y objetivo a los derechos de sus miembros y, además, dotaba a éstos de la capacidad de reclamar de sus gobernantes las medidas precisas para que fuesen respetados. Ahora bien, a partir de un cierto momento esa capacidad objetiva del derecho comenzó a teñirse de subjetivismo y empezaron a circular términos tales como derechos humanos, naturales o fundamentales. Acepciones todas que rezuman un sustrato religioso evidente si bien lo preocupante es la dificultad para hallar una definición clara que permita no sólo su atribución individual sino la posibilidad de que, en un mundo de recursos limitados, la inflación de los mismos no plantee conflictos constantes. Y surge aquí el conflicto entre libertad para reclamar y gozar de nuestros derechos y la necesidad de un Estado fuerte para ponerlos en práctica.
A fin de resolver ese conflicto ha proliferado el uso y abuso del concepto de interés general. El concepto fue utilizado por vez primera en el libro III de Los Deberes, escrito por Cicerón, y expresaba lo que era útil al Estado, entendido como comunidad moral unida por el derecho. Por lo tanto, los principios del gobierno que actúa en función del interés general eran claros: la autoridad procede del pueblo y sólo debe ejercitarse con el respaldo del derecho en situaciones justificadas por razones morales.
Estos principios han pasado a ser parte de la herencia común del ideario político, pero, al tiempo, no han podido resistir la presión de su uso partidista precisamente para negar su fundamentación original y amparar ya la quiebra de las normas legales ya el encubrimiento de prácticas alejadas del interés de los ciudadanos pero convenientes a los propósitos del los gobernantes.